The High Country by Richmond Fontaine

No soy bueno haciendo reseñas, en parte, porque no me lo propongo. Y porque luego voy y leo a otro que lo hace bien y me siento fatal conmigo mismo. Lo que es estúpido, suena de lo más estúpido, pero es lo que hay. El caso es que hoy he estado escuchando de arriba a abajo, desde el principio hasta el final, el último disco de Richmond Fontaine, titulado The High Country.

No sé muy bien qué canción elegir para proponer luego, como solía hacer antes, pero de hecho ya lo he hecho, y la he buscado en el youtube y, a falta de uno, serán dos los vídeos que cuelgue de la misma canción.

The High Country contiene 17 canciones, algunas de ellas instrumentales, todas parte de un todo que es la historia de unos cuantos personajes que viven en Clatskanie, al norte de Oregón, una zona boscosa donde la principal ocupación la proporciona la madera. Aunque, desde muy pronto, Willy Vlautin, gracias a Deborah Kelley, con quien comparte la tarea de cantar, plantea el argumento y desliza hasta el final, el resto del disco es una línea continua con múltiples líneas que la cruzan, una pista forestal con cientos de atajos que te obligan a perderte en el bosque. La historia es poco más que una dramática historia de amor y desamor. Una historia sobre la tragedia del destino, si es que eso existe, y las fuerzas centrípetas que a veces nos atrapan sin que sepamos cómo librarnos de ellas. Una chica se queda embarazada muy joven y su marido se queda cojo tras un accidente laboral. Un viejo amor vuelve al pueblo y parece que hay algo de esperanza para la protagonista. Sin embargo, otra historia paralela, la de un grupo de vecinos que se reúnen en un bar escondido en el bosque, acabará chocando con la principal para fastidiar el destino más colorido por el que luchaban la chica y su mecánico.

Los discos de Richmond Fontaine siempre suelen guardar una relación estrecha con el escenario de las historias que Willy Vlautin escribe. Si en Thirteen Cities eran trece ciudades pero, sobre todo, el desierto que las unía, en We Used to Think the Freeway Sounded Like a River, Vlautin volvía a la costa noroeste del Pacífico y aquí sube incluso un poco más arriba. Abandona el desierto para adentrarse en el bosque, y la música cambia para dejar de lado el silencio de la arena que muda de forma gracias al viento y pasarse a otro tipo de silencio, el que te permite percibir el ruido que hacen las hojas de los árboles. El disco es húmedo, en lugar de seco. Es oscuro, en lugar de luminoso, aunque aquella luminosidad quemaba, cegaba. Ahora, es una oscuridad que hiela, ciega. Porque lo más asombroso de este disco es que Willy Vlautin se ha acercado tanto que ha dado en el clavo. Muchos lo han intentado, pero Vlautin lo ha logrado del todo: la música como instrumento narrativo. El sonido y las letras se funde de tal manera que una es incapaz de funcionar sin la otra, forman un todo completo y estrenan un nuevo género que ya estuvo inventado desde hace mucho tiempo: la música como literatura, o al revés. Vlautin consigue que percibas la incapacidad física de superar una mente enfermiza cuando Angus King es incapaz de abandonar su casa, y lo consigue con una sola frase y con una música enloquecida que quebranta los límites de la evocación. Vlautin consigue que sientas miedo, abandonando la instrumentalidad de una canción para dejar, al fondo, que se sujete sobre una conversación robada, cinemática y volátil. Claude Murray conduciendo, la demencia en el bosque, la felicidad violada, la esperanza, el miedo, el amor... No es que las letras sean buenas, que la música sea mejor, es que la música y la letra funcionan en un matrimonio perfecto que no parece participar de la tragedia que describen.

Son muchos años de entrenamiento, muchos discos de prueba donde las historias de Willy Vlautin encontraban su dimensión más significativa y eficaz gracias a la pedal steel de Paul Brainard, al sentido del ritmo interpretativo del batería Sean Oldham, a la delicadeza del guitarra Dan Eccles o el suspense fundamental del bajista Dave Harding. Un conjunto que en este disco recuerdan al country más lo-fi y al más alt, recuerdan a The Waterboys cuando les duelen, recuerdan a Uncle Tupelo de bajón, recuperan sus raíces más punk... Muchos años construyendo personajes que encontraban en las canciones una oportunidad de trascender la ficción. Y esta vez, lo han conseguido al cien por cien. Porque el disco termina con una huída volátil, incómoda, evocadora, y en suspenso. Todo queda pendiente. Y, en tu cabeza, solo permanecen los golpes de Angus King, los disparos del revólver de Claude Murray, el sonido del sollozo de la chica que mientras tanto, solo quería soñar, y, no sabes, si te lo han contado, o lo has oído. Si lo has soñado, o de verdad era cierto.





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