Cuando llegué al colegio, tenía esta nota sobre mi mesa: hoy a las cuatro, en la casa de la profesora Glawe, no puedes faltar, solo que estaba en inglés, y no le hice caso.
Volví a casa andando porque hacía un día soleado pero frío. Llevaba la chamarra colgada del hombro y la camisa seguía por debajo del jersey. Cuando dejé atrás la sombra del colegio, me encendí un cigarro, me puse los cascos y como siempre he sido afortunado, sonó esto:
Ya no me importaba que me vieran fumar, me iba. Pero nadie me veía porque nadie había allí. Todos estaban detrás de las ventanas, detrás de las cortinas echadas y no me importaba, me iba. Jugaba a elegir la casa que más me gustaba, a pisar el verde de los jardines, a oler quién estaba haciendo la colada, paraba para mirar atrás y el camino no se me hacía largo, ya lo había caminado. Me iba.
Llegué a casa y no había nadie. Bajé al sotano. En mi habitación, en el suelo, la maleta abierta, todas las cosas dentro, las paredes vacías, la cama hecha, la luz entrando por la ventana y un par de libros sobre la almohada. Los cogí. Recordé que tenía que devolverlos. Justo oí la puerta en el piso de arriba. Subí las escaleras con prisa.
- ¿Qué haces aún aquí?
Alan miraba los libros. Yo también los miré. Se los tendí, mientras veía cómo se quitaba la bufanda, el abrigo; mientras resultaba que, por un momento, quizás porque me iba, me di cuenta de que medía dos metros y pesaba más de cien kilos.
Sonrió y cogió los libros.
- ¿Los leíste?
Mentí que sí con la cabeza mientras le devolvía la sonrisa.
- ¿Te acuerdas de lo de la casa de la profesora Glawe?
- ¡La nota!
- No puedes faltar. En quince minutos, tío... Yo tengo que hacer antes algo, voy a casa de los Jensen, te veo allí.
- Ok.
Bajé las escaleras corriendo. Me desnudé corriendo. Cogí una toalla corriendo y encendí el portátil, lo llevé al baño, elegí una canción. Siempre he sido afortunado, porque cuando salí de la ducha, frente al espejo empañado, la canción que sonaba era ésta:
Veinte minutos después llamaba a la puerta. La señorita Glawe me sonreía, pero yo tenía fija la mirada en su perfecta y decolorada permanente. La seguí por un laberinto enmoquetado, me asusté con los autorretratos enmarcados, los barrocos gatos de cristal, los muebles de bonanza. La moqueta nunca lleva al país de Alicia, y nos dejó en una habitación donde entré entre aplausos. Enrojecí, de vergüenza, casi de vergüenza ajena. Allí estaban todas, con sus manos huesudas, sus cabelleras de rizo tieso, sus sonrisas legañosas, sus caricias del midwest, dulces y frías como una enorme y alcanforada tarta de calabaza. La señorita Sorensen me abrazó, la señorita Jensen me besó en las dos mejillas, la profesora Christensen me apretó, la profesora Eggsphueler mantuvo una distancia que agradecí y Alan me guiñó un ojo. Me senté. Me preguntaron. Corrieron rápido los primeros diez minutos y cada uno comenzó a compartir sus propias conversaciones mientras la señorita Glawe, que ya pasó a llamarse Stephanie, empezaba el escandaloso espectáculo de viandas festivas del medio oeste. Con una cabeza de brocoli cruda apunto de bañarla en una salsa de jalapeños, me pillaron por sorpresa al grito de démosle ya los regalos de despedida. Me iba.
Abrí el primero, entre espectantes e indescriptibles sonidos guturales que hacían las veces de onomatopeya en suspenso:
Un pesado libro de fotografías como ésta:
O ésta:
O ésta:
Abrí el segundo regalo: una enorme camisa vaquera, con sus costuras elaboradas, sus elegantes chorreras, sus cremosos botones y su entallado perfil fuera de la ley. Enorme porque la talla era dos veces la mía y mientras discutían sobre esto extendiendo la camisa sobre mi pecho, me di cuenta de que la radio estaba encendida y estaba sonando esto:
Y abrí el tercero de los regalos, plano, rectangular, delicado. Lo abrí con cuidado y, al abrir la caja, el cedé se escapó, pero lo cogí en el aire, ante el asombro espantado de mis amigos de fiesta. Sonreí y leí: Uncle Tupelo, No Depression. Volví a sonreír. Afirmé cuando alguien preguntó si me sonaban. Alan añadió:
- La profesora Eggsphueler es una gran aficionada al country, pero no sabía qué regalarte, y pensó que esto era mejor para alguien joven... y, ya sabes, europeo.
Sonrío.
La profesora Eggsphueler con su etérea presencia, sus formas de holograma polvoriento, su sonrisa pendiente y su mirada ausente, se puso de pie, cogió el disco, y preguntó, ¿quieres oírlo? A lo que yo contesté que sí. Desapareció tras el sofá, y también desapareció Bobby Fuller a los pocos segundos. Y... como soy afortunado, sonó esto:
Sonreí una vez más. Volví, estudiadamente, a ponerme rojo. Dije que gracias, muchas gracias, mientras miraba al suelo y veía que una de mis zapatillas estaba desatada. Pero me daba igual, me iba. Y me entraron unas ganas enormes de fumar un cigarrillo.
No sabía cómo excusarme.
Cada grupo volvió a su conversación.
El tiempo se eternizaba entre asentir con la cabeza y sonreír con los labios.
Entonces, sonó el teléfono. La profesora Glawe, perdón, Stephanie, se sobresaltó. Se rió de manera histérica. Todos la acompañaron. Salió y volvió a entrar como si aquello fuera una escena de teatro. Dijo: Alan, es para ti, es Lisa. Alan salió y volvió a entrar y siguió la función y declamó para todos:
- Tengo que irme. Se me olvidó que hoy los niños tenían reunión en la iglesia. Lisa me está esperando fuera. Ángel, ¿te importaría conducir el coche de vuelta a casa? O mejor, vete con él a dar una vuelta, no llegaremos hasta la cena.
- ¿Con eso?
Todos se rieron mientras, por la ventana y sin mirar, yo apuntaba a su pickup Dodge Ram, varias toneladas sobre cuatro ruedas que no sabría como mantener en un único carril. Dije que no, pero ya era que sí, ante la algarabía de arpías cariñosas que se despedían de mí entre promesas que nunca nadie cumpliría. Me iba. Volvía a agradecerles los regalos, lo atentas que habían sido conmigo, y concluí con una de esas frases memorablemente bochornosas que no merece la pena repetir. La señorita Eggsphueler volvió con el disco en bandeja y me lo ofreció como si fuera algún tipo de ofrenda que tomé sin desmerecer la solemnidad de su ceremonia. Pero al hacer la ficticia reverencia, volví a ver mi cordón desatado, y ya de paso, me agaché y lo anudé.
Las veía, através de la ventana, mientras fuera el aire era aún más frío y la luz empezaba a enturbiarse y Lisa tocaba el claxon mientras Alan se montaba y los niños, desde las ventanas del coche, todos, como si fuera una comedia, esperaban ansiosos para verme buscar el tiento con el que acertar con el agujero de la cerradura de la puerta y hacer un esfuerzo exagerado para auparme a la cabina, cerrar la puerta y arrancar la dichosa furgoneta. Eso me llevó un minuto, quizás dos, pero desde fuera debía parecer eterno. No alcanzaba al volante, me estaba poniendo nervioso buscando la palanca para manipular el asiento, me sentía como si estuviera en la Soyuz; soy un conductor de autobuses de dos pisos, pensaba, y pisé el acelerador cuando la Ram se arrancó sin previo aviso, a tirones. Fuera oía otra vez el claxon del coche de Lisa y torcía el volante, interminable el giro, hacia la izquierda como si aquella fuera la dirección exacta que llevaba al barranco por el que tenía que precipitarme.
Me reía.
De manera histérica.
Estaba nervioso.
No le pillaba el tranquillo.
El mundo me parecía diminuto desde allí arriba.
Me sentía inmenso. Poderoso. Pero eran sensaciones desagradables, incómodas.
Todo recto. Pasando las mismas casas que antes olían a colada y los jardines a yerba húmeda y el olor a maíz frito se extendía gracias a las colas de las ardillas. No olía nada de eso ahora. Solo veía pasar las casas, la gente, los buzones de correos como si fueran maquetas, mientras seguía hacia abajo, en dirección a la estatal, sin prisa, pero ya sin miedo. Entendía el volante, el pilotaje, los pedales eran pocos, y cobardes, las medidas exageradas pero empezaba a controlarlas: era una dimensión ficticia y acababa de leer las páginas necesarias para meterme en la historia. Ya estaba. Encendí la radio, y como soy afortunado, sonó esto:
A los quince minutos, ya embriagado por la verticalidad del asfalto, la voz de Willie Nelson y las proporciones de la máquina, me asusté, tomé conciencia de la situación, y conduje tieso hasta el cruce donde giré a la derecha. La noche acechaba y todo era plano. El cielo empezaba a quebrarse y se deshacía en ribetes de colores calurosos, casi inflamados. Todo era tierra rojiza ondulada y el frío ahumaba los cristales mientras Willie Nelson dejaba espacio a una vieja amiga:
Y todo parecía más bello que nunca, y la serenidad no me dejaba oír el sonido del motor. Parecía que flotaba, que no pensaba detenerlo nunca, que ya no me iba, sino que me dejaba ir. A la entrada de Schleswig el coche derrapó porque frené con brusquedad al llegar a la zona urbana. Acepté el riesgo como un vuelco al corazón que me urgía, como un placer ridículamente efervescente. Se fue, pero lo disfruté. Me iba. Solo lo entendía yo, pero frené, esta vez con delicadeza, al reconocer el estrecho camino de tierra que nacía en la esquina del cementerio baptista a la salida del pueblo. Había oscurecido, pero conduje unos quinientos metros por el sendero, hasta detener aquel autobús junto a un ribazo de alambre de espino. Salté desde las alturas y disfruté de mis huellas sobre el polvo. A la derecha, el sendero seguía recto hacia ningún sitio. Junto al ribazo, a pocos metros, se cruzaba una vaguada y se subía al cementerio. No era la primera vez que venía, pero sí la última.
Caminé entre las lápidas sin mirar los nombres, abrochándome la chamarra y encendiéndome un cigarro. Cuando llegué al árbol, como hacía siempre, me santigüé secularmente y me senté con la espalda reposado sobre el tronco. El suelo estaba frío pero mullido. Frente a mí, se abría la vastedad de aquella tierra ajena que me había recibido con los brazos abiertos, aunque fuera manca. Me iba. El pueblo de Schleswig asomaba como una sombra inquieta a un par de millas al norte. El resto era un paisaje desolado, de formas inalcanzables, con medidas abrumadoras pero a la vez narcotizantes, suaves; me dejé mecer por la sensación de lo extraño que se volvió familiar, y ahora me empeñaba en rechazar la nostalgia. Me iba. Tenía muy claro que me iba y no quería volver.
Había llegado allí un año antes. Cuando me hicieron la propuesta, me invadió un sentimiento de aventura caduca y bohemia. Aquello estaba muy lejos pero había estado siempre tan cerca en una ficción construida a base de historias veraces y masculinas, Hemingway, melancólicas pero preñadas de trascendencia, Fitzgerald... palabras como preñada, veraz, trascendente, nombres de escritores que eran ajenos a aquel horizonte pardo y seco. Llegué con mis pretextos, con mis ideas preconcebidas, con la banda sonora de viejas canciones de blues y country, con el sonido del alambique, el olor de la artemisa y el sabor del tabaco de mascar. Me iba de allí sin que aquello hubiera salido del cromo de las canciones, de la celulosa del papel. Me iba y ya no era el mismo pero volvía sin ser quién creía que volvería siendo. Solo yo lo entendía, creo.
Saqué el ipod, me puse los cascos y busqué la canción. La canción con la que me recibió Chicago desde lo alto del avión hace ya más de un año. La canción que hizo ecos inexactos en mi imaginario hasta que conocí a la señorita Eggsphueler. Como siempre he sido afortunado, ésta fue la canción que sonó en mi despedida, la misma que sonó en mi bienvenida. Me acurruqué bajo el árbol, encendí otro cigarro, pulsé el play y clavé la mirada en un horizonte que parecía no haber alcanzado en un año entero, ni aún conduciendo una Dodge Ram. Pocos días después me fui, sin mirar atrás:
Volví a casa andando porque hacía un día soleado pero frío. Llevaba la chamarra colgada del hombro y la camisa seguía por debajo del jersey. Cuando dejé atrás la sombra del colegio, me encendí un cigarro, me puse los cascos y como siempre he sido afortunado, sonó esto:
Ya no me importaba que me vieran fumar, me iba. Pero nadie me veía porque nadie había allí. Todos estaban detrás de las ventanas, detrás de las cortinas echadas y no me importaba, me iba. Jugaba a elegir la casa que más me gustaba, a pisar el verde de los jardines, a oler quién estaba haciendo la colada, paraba para mirar atrás y el camino no se me hacía largo, ya lo había caminado. Me iba.
Llegué a casa y no había nadie. Bajé al sotano. En mi habitación, en el suelo, la maleta abierta, todas las cosas dentro, las paredes vacías, la cama hecha, la luz entrando por la ventana y un par de libros sobre la almohada. Los cogí. Recordé que tenía que devolverlos. Justo oí la puerta en el piso de arriba. Subí las escaleras con prisa.
- ¿Qué haces aún aquí?
Alan miraba los libros. Yo también los miré. Se los tendí, mientras veía cómo se quitaba la bufanda, el abrigo; mientras resultaba que, por un momento, quizás porque me iba, me di cuenta de que medía dos metros y pesaba más de cien kilos.
Sonrió y cogió los libros.
- ¿Los leíste?
Mentí que sí con la cabeza mientras le devolvía la sonrisa.
- ¿Te acuerdas de lo de la casa de la profesora Glawe?
- ¡La nota!
- No puedes faltar. En quince minutos, tío... Yo tengo que hacer antes algo, voy a casa de los Jensen, te veo allí.
- Ok.
Bajé las escaleras corriendo. Me desnudé corriendo. Cogí una toalla corriendo y encendí el portátil, lo llevé al baño, elegí una canción. Siempre he sido afortunado, porque cuando salí de la ducha, frente al espejo empañado, la canción que sonaba era ésta:
Veinte minutos después llamaba a la puerta. La señorita Glawe me sonreía, pero yo tenía fija la mirada en su perfecta y decolorada permanente. La seguí por un laberinto enmoquetado, me asusté con los autorretratos enmarcados, los barrocos gatos de cristal, los muebles de bonanza. La moqueta nunca lleva al país de Alicia, y nos dejó en una habitación donde entré entre aplausos. Enrojecí, de vergüenza, casi de vergüenza ajena. Allí estaban todas, con sus manos huesudas, sus cabelleras de rizo tieso, sus sonrisas legañosas, sus caricias del midwest, dulces y frías como una enorme y alcanforada tarta de calabaza. La señorita Sorensen me abrazó, la señorita Jensen me besó en las dos mejillas, la profesora Christensen me apretó, la profesora Eggsphueler mantuvo una distancia que agradecí y Alan me guiñó un ojo. Me senté. Me preguntaron. Corrieron rápido los primeros diez minutos y cada uno comenzó a compartir sus propias conversaciones mientras la señorita Glawe, que ya pasó a llamarse Stephanie, empezaba el escandaloso espectáculo de viandas festivas del medio oeste. Con una cabeza de brocoli cruda apunto de bañarla en una salsa de jalapeños, me pillaron por sorpresa al grito de démosle ya los regalos de despedida. Me iba.
Abrí el primero, entre espectantes e indescriptibles sonidos guturales que hacían las veces de onomatopeya en suspenso:
Un pesado libro de fotografías como ésta:
O ésta:
O ésta:
Abrí el segundo regalo: una enorme camisa vaquera, con sus costuras elaboradas, sus elegantes chorreras, sus cremosos botones y su entallado perfil fuera de la ley. Enorme porque la talla era dos veces la mía y mientras discutían sobre esto extendiendo la camisa sobre mi pecho, me di cuenta de que la radio estaba encendida y estaba sonando esto:
Y abrí el tercero de los regalos, plano, rectangular, delicado. Lo abrí con cuidado y, al abrir la caja, el cedé se escapó, pero lo cogí en el aire, ante el asombro espantado de mis amigos de fiesta. Sonreí y leí: Uncle Tupelo, No Depression. Volví a sonreír. Afirmé cuando alguien preguntó si me sonaban. Alan añadió:
- La profesora Eggsphueler es una gran aficionada al country, pero no sabía qué regalarte, y pensó que esto era mejor para alguien joven... y, ya sabes, europeo.
Sonrío.
La profesora Eggsphueler con su etérea presencia, sus formas de holograma polvoriento, su sonrisa pendiente y su mirada ausente, se puso de pie, cogió el disco, y preguntó, ¿quieres oírlo? A lo que yo contesté que sí. Desapareció tras el sofá, y también desapareció Bobby Fuller a los pocos segundos. Y... como soy afortunado, sonó esto:
Sonreí una vez más. Volví, estudiadamente, a ponerme rojo. Dije que gracias, muchas gracias, mientras miraba al suelo y veía que una de mis zapatillas estaba desatada. Pero me daba igual, me iba. Y me entraron unas ganas enormes de fumar un cigarrillo.
No sabía cómo excusarme.
Cada grupo volvió a su conversación.
El tiempo se eternizaba entre asentir con la cabeza y sonreír con los labios.
Entonces, sonó el teléfono. La profesora Glawe, perdón, Stephanie, se sobresaltó. Se rió de manera histérica. Todos la acompañaron. Salió y volvió a entrar como si aquello fuera una escena de teatro. Dijo: Alan, es para ti, es Lisa. Alan salió y volvió a entrar y siguió la función y declamó para todos:
- Tengo que irme. Se me olvidó que hoy los niños tenían reunión en la iglesia. Lisa me está esperando fuera. Ángel, ¿te importaría conducir el coche de vuelta a casa? O mejor, vete con él a dar una vuelta, no llegaremos hasta la cena.
- ¿Con eso?
Todos se rieron mientras, por la ventana y sin mirar, yo apuntaba a su pickup Dodge Ram, varias toneladas sobre cuatro ruedas que no sabría como mantener en un único carril. Dije que no, pero ya era que sí, ante la algarabía de arpías cariñosas que se despedían de mí entre promesas que nunca nadie cumpliría. Me iba. Volvía a agradecerles los regalos, lo atentas que habían sido conmigo, y concluí con una de esas frases memorablemente bochornosas que no merece la pena repetir. La señorita Eggsphueler volvió con el disco en bandeja y me lo ofreció como si fuera algún tipo de ofrenda que tomé sin desmerecer la solemnidad de su ceremonia. Pero al hacer la ficticia reverencia, volví a ver mi cordón desatado, y ya de paso, me agaché y lo anudé.
Las veía, através de la ventana, mientras fuera el aire era aún más frío y la luz empezaba a enturbiarse y Lisa tocaba el claxon mientras Alan se montaba y los niños, desde las ventanas del coche, todos, como si fuera una comedia, esperaban ansiosos para verme buscar el tiento con el que acertar con el agujero de la cerradura de la puerta y hacer un esfuerzo exagerado para auparme a la cabina, cerrar la puerta y arrancar la dichosa furgoneta. Eso me llevó un minuto, quizás dos, pero desde fuera debía parecer eterno. No alcanzaba al volante, me estaba poniendo nervioso buscando la palanca para manipular el asiento, me sentía como si estuviera en la Soyuz; soy un conductor de autobuses de dos pisos, pensaba, y pisé el acelerador cuando la Ram se arrancó sin previo aviso, a tirones. Fuera oía otra vez el claxon del coche de Lisa y torcía el volante, interminable el giro, hacia la izquierda como si aquella fuera la dirección exacta que llevaba al barranco por el que tenía que precipitarme.
Me reía.
De manera histérica.
Estaba nervioso.
No le pillaba el tranquillo.
El mundo me parecía diminuto desde allí arriba.
Me sentía inmenso. Poderoso. Pero eran sensaciones desagradables, incómodas.
Todo recto. Pasando las mismas casas que antes olían a colada y los jardines a yerba húmeda y el olor a maíz frito se extendía gracias a las colas de las ardillas. No olía nada de eso ahora. Solo veía pasar las casas, la gente, los buzones de correos como si fueran maquetas, mientras seguía hacia abajo, en dirección a la estatal, sin prisa, pero ya sin miedo. Entendía el volante, el pilotaje, los pedales eran pocos, y cobardes, las medidas exageradas pero empezaba a controlarlas: era una dimensión ficticia y acababa de leer las páginas necesarias para meterme en la historia. Ya estaba. Encendí la radio, y como soy afortunado, sonó esto:
A los quince minutos, ya embriagado por la verticalidad del asfalto, la voz de Willie Nelson y las proporciones de la máquina, me asusté, tomé conciencia de la situación, y conduje tieso hasta el cruce donde giré a la derecha. La noche acechaba y todo era plano. El cielo empezaba a quebrarse y se deshacía en ribetes de colores calurosos, casi inflamados. Todo era tierra rojiza ondulada y el frío ahumaba los cristales mientras Willie Nelson dejaba espacio a una vieja amiga:
Y todo parecía más bello que nunca, y la serenidad no me dejaba oír el sonido del motor. Parecía que flotaba, que no pensaba detenerlo nunca, que ya no me iba, sino que me dejaba ir. A la entrada de Schleswig el coche derrapó porque frené con brusquedad al llegar a la zona urbana. Acepté el riesgo como un vuelco al corazón que me urgía, como un placer ridículamente efervescente. Se fue, pero lo disfruté. Me iba. Solo lo entendía yo, pero frené, esta vez con delicadeza, al reconocer el estrecho camino de tierra que nacía en la esquina del cementerio baptista a la salida del pueblo. Había oscurecido, pero conduje unos quinientos metros por el sendero, hasta detener aquel autobús junto a un ribazo de alambre de espino. Salté desde las alturas y disfruté de mis huellas sobre el polvo. A la derecha, el sendero seguía recto hacia ningún sitio. Junto al ribazo, a pocos metros, se cruzaba una vaguada y se subía al cementerio. No era la primera vez que venía, pero sí la última.
Caminé entre las lápidas sin mirar los nombres, abrochándome la chamarra y encendiéndome un cigarro. Cuando llegué al árbol, como hacía siempre, me santigüé secularmente y me senté con la espalda reposado sobre el tronco. El suelo estaba frío pero mullido. Frente a mí, se abría la vastedad de aquella tierra ajena que me había recibido con los brazos abiertos, aunque fuera manca. Me iba. El pueblo de Schleswig asomaba como una sombra inquieta a un par de millas al norte. El resto era un paisaje desolado, de formas inalcanzables, con medidas abrumadoras pero a la vez narcotizantes, suaves; me dejé mecer por la sensación de lo extraño que se volvió familiar, y ahora me empeñaba en rechazar la nostalgia. Me iba. Tenía muy claro que me iba y no quería volver.
Había llegado allí un año antes. Cuando me hicieron la propuesta, me invadió un sentimiento de aventura caduca y bohemia. Aquello estaba muy lejos pero había estado siempre tan cerca en una ficción construida a base de historias veraces y masculinas, Hemingway, melancólicas pero preñadas de trascendencia, Fitzgerald... palabras como preñada, veraz, trascendente, nombres de escritores que eran ajenos a aquel horizonte pardo y seco. Llegué con mis pretextos, con mis ideas preconcebidas, con la banda sonora de viejas canciones de blues y country, con el sonido del alambique, el olor de la artemisa y el sabor del tabaco de mascar. Me iba de allí sin que aquello hubiera salido del cromo de las canciones, de la celulosa del papel. Me iba y ya no era el mismo pero volvía sin ser quién creía que volvería siendo. Solo yo lo entendía, creo.
Saqué el ipod, me puse los cascos y busqué la canción. La canción con la que me recibió Chicago desde lo alto del avión hace ya más de un año. La canción que hizo ecos inexactos en mi imaginario hasta que conocí a la señorita Eggsphueler. Como siempre he sido afortunado, ésta fue la canción que sonó en mi despedida, la misma que sonó en mi bienvenida. Me acurruqué bajo el árbol, encendí otro cigarro, pulsé el play y clavé la mirada en un horizonte que parecía no haber alcanzado en un año entero, ni aún conduciendo una Dodge Ram. Pocos días después me fui, sin mirar atrás:
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