Ahora que Rafael Berrio vuelve a estar en la prensa musical por ese doble disco, yo he vuelto a otro, uno que hizo en 2015. Fue, más o menos, cuando le descubrí. Sí, claro, había oído Amor a Traición y puede que alguna otra canción que escribiera antes, pero, sin más, como escuchas tantas cosas que no prenden.
Fue con Paradoja que yo entré en el universo de Rafael Berrio, como muchos otros lo hicieron antes o después, poniendo un pie en ese laberinto mayúsculo, del que no quieres salir ni aunque te apunten con el dedo hacia la salida. Tres años más tarde, falleció. Nunca le vi en directo. He visto algún vídeo. Sé cómo era. De todas formas, normalmente, prefiero imaginármelo.
El otro día, por casualidad, me contaron que, en una ocasión, apareció por El Tubo para ver un bolo. No voy a recordar qué fue El Tubo ni qué significa eso. Pero eso, que estuviera allí, como público, por su propia voluntad, ya le catapulta directamente a la condición de leyenda. Es más, la persona que nos lo contó, y en quien se puede confiar porque él era parte de la magia del lugar, le puso un final con sorpresa a la anécdota, contándonos que dejó escrito su nombre en las paredes del baño. Ahora que sé que esa firma estará ahí cerrada, en silencio, abandonada, como todo lo que nosotros fuimos ahí dentro, pienso que él mismo podría escribir una canción sobre esto, que podría haber sido una estrofa más en “Inanimados”.
De haberle podido ver en directo, hubiera elegido que fuera con esta banda, la que le acompaña en este disco, sin querer desmerecer a ninguno de los músicos que le acompañaron para otros. Pero es que… no me jodas, ahí dentro estaba Félix Buff a la batería y Jonan Ordorika al bajo y Rafa Rueda a la guitarra y, ahí es nada, Joseba B. Lenoir con otra. Y es que fue por este que lo descubrí. Escuchando por infinitésima vez una canción, empecé a fijarme en los pliegues y las tonalidades y en las entrañas de la canción y oía esa guitarra y decía, esa guitarra me suena, yo esa guitarra la conozco, como cuando ves una cara familiar en una multitud de extraños. Y por eso fui a los créditos, que hasta entonces no me había planteado mirar eso, era arrolladora la atención que reclamaba la voz y la lírica de Berrio. Y, al mirar, lo vi. Lenoir no es solo uno de los mejores guitarristas del momento, es que su manera de tocar, su fraseo y su inspiración es personal y ha conseguido un sonido propio y reconocible.
Paradoja contiene diez canciones, una de ellas instrumental, la que repite título con el disco y lo abre, “Paradoja”, haciendo al mismo tiempo de prólogo y cubierta. A partir de ahí, nueve canciones en las que, haciéndome el experto, te diría que nos encontramos al Berrio más eléctrico y rockero, a veces casi cercano al indie de los 90, con riffs que puedes reconocer de otros compañeros y compañeras, pero igual de agudo y penetrante. De hecho, estas canciones ahondan en temas universales y contienen agudas reflexiones íntimas, quizás con un contorno más accesible. A mí, eso, me ayudó a disfrutar más de un autor que combina perfectamente el verbo elaborado y exigente, rico en imágenes y giros figurativos, con un hondo mensaje que requiere interpretación y compromiso, y una música sugerente y tentadora, a veces intrigante en el repliegue, como “Niente mi piace”.
El disco entero, probablemente, hable del tiempo, de cómo pasa dejándonos una cicatriz tan grande que es imposible no verla, pero hay más, porque decir eso es decir poco, porque todo es más complejo de lo que parece y en Berrio hay frases epigramáticas, aforismos a doquier… cada palabra, cada instante, parece repleto de significación. No sé si le gustaba la poesía de Emily Dickinson, pero, en eso, una me recuerda al otro y viceversa. Ese tiempo que pasa es la vida, me imagino, porque todos hemos sentido esa herida pero solo él supo exponerla así, de cerca y con retranca (“Inanimados”), a través de un gran angular (“El mundo pende de un hilo”), sin descartar ninguna emoción (“En lo mórbido”), abrazando los momentos más desvalidos (“Niente mi piace”), explorando la oscuridad más íntima (“El animal que has sido”), con contraste (“Cambios a mansalva y decadencia”), remando en contra (“Contra la lógica”) y sin condescendencia (“Yo ya me entiendo”). La cobertura, como digo, con guitarra eléctrica, acordes sugerentes, un potente trabajo rítmico, ricos detalles de producción, muchas capas, estribillos bien iterados, efervescencia que eriza e incluso alguna canción que podría radiarse en las ondas.
Igual, para los que buscaban al cantautor, resultó decepcionante, como lo fue Nacho Vegas al revés, para los que transitaban el indie de los 90, o como jodió Bob Dylan al resto cuando se enchufó en Newport, y aún no he visto esa película, no. Pero, a mí, que llegaba limpio e inocente, con la brillante ignorancia que permite descubrirlo con felicidad, todo me resultó magnífico.
Y, sí, he dejado una canción sin mencionar. A propio intento. “Mis ayeres muertos”. Ahora me explico.
Cada cierto tiempo, a veces años, vuelvo al disco. Lo pongo como con solemnidad. Busco un momento de intimidad. A veces, en casa, otras veces, conduciendo. Incluso, caminando por la ciudad, pero solo. Y voy, directo, a la tercera canción. Probablemente, si lo intento, puede que sea capaz de explicártelo racionalmente, con argumentos y evidencias, mejor o peor. Pero no creo que fuera suficiente. Hay ocasiones, como estas, en las que no procede. No sé qué tiene esa canción. La emoción llega casi instantánea. Es como si un fulgor de consciencia y descubrimiento me invadiera de repente. Me veo dentro, inundado al mismo tiempo. Muchas veces, no me importa confesarlo, lloro. Es como si entendiera el significado de cada palabra, de cada sílaba. Y podría explicártelo, probablemente, pero no procede. Porque es así, y para ti igual no, pero esa canción me invade y me subleva igual que me abandona y me somete.
“Los ayeres muertos”, solo por eso, sin saberlo y sin que le importe, hasta que muera en mis propios ayeres, Berrio, en mí, no muere nunca.
Comentarios