Sonic Sweat

La imagen es una captura de un vídeo grabado por Oskar Azanza



Domingo por la mañana, con la resaca en la sien, pero, por el bien de la música, allí estuvimos, debajo del toldo, como si asistiéramos a una partida de ajedrez en medio del desierto. El gran protagonista del día fue el calor.

 

Pero ahora mismo me explico mejor. 


Llegamos a la plaza de los Fueros con las manos en los bolsillos y andar cansino. Es mediodía. Aparece por allí el mánager de los Churrería, sediento. Dice hola y ya nos conmina a ir hasta el bar más cercano. Obedecemos. Poco después, aparece también el guitarrista de los Sonic Trash, con sed, me imagino. Un rato más tarde, le toca al batería. 


Así, podemos calcular cuándo empiezan, en lugar de esperar dentro, deshidratándonos. De hecho, durante el bolo, lo más importante será el contrabando de cerveza. Aparece la gente con botellines y latas, y se agradecen como si el espejismo fuera, en realidad, un oasis de verdad. 


Este bolo, por cierto, ocurre porque durante toda la semana ha ocurrido lo del Bunker. No sé si lo pensaron con tilde o sin ella. Pero lo pensaron como homenaje al sótano del quiosco de música que aún resiste, aunque sin aquel uso, en el parque de la Ciudad Deportiva. El homenaje terminó ahí. Las y los invitadas e invitados fueron muchos, oportunos e interesantes, pero se echó de menos que alguno o alguna hubiera estado dentro, dentro del Búnker, quiero decir. El Bunker de ahora fue eso: una feria musical que organizaron a la vera del festival con el que cerraron el Hiriko Soinuak. Físicamente, se trataba de una carpa más pequeña al lado de la carpa grande que se levantó para los conciertos. Tenía dos líneas de stands y, al fondo, un escenario con sillas plegables. El plástico del techo era trasparente. Los rayos del sol tenían el camino libre. Durante una semana, ahí dentro, se fueron escuchando charlas, entrevistas y a algún artista en concierto. Este era el último. 

 

Cuando entramos, los Sonic Trash ya andan sobre el escenario. Nosotros nos quedamos al fondo, de pie.  Mientras tanto, nos fijamos en que el bajista, debajo del chaleco, lleva una camiseta de los Parabellum. También nos lo tomamos como un homenaje, como un buen detalle. Todos ellos llevan gafas. Me aburro y me fijo en eso. Todas ahumadas menos las del guitarrista que apareció por el bar unos minutos antes. El público sentado, en algunos casos, se abanica. Hay algún niño que no parece aburrirse y, si se me permite, muchas ganas de que esto empiece y hasta de que termine, y no por culpa de los Sonic Trash. Insisto: el protagonista fue el calor. A la tía del stand que teníamos al lado (Discos Bora-Bora; si vas a Granada, visita tan obligada como la Alhambra) le pedimos permiso para ocuparla una esquina con nuestra colección de chamarras y ropa de la que nos desprendemos. Y primero viene Mikel con refrigerio y luego el mánager de Churrería e Irene me quita la mía y me la cambia por otra, susurra, “que está menos fría”, y yo asiento y sonrío, todo lo que sea mojar el gaznate viene bien, que ya no sé si llevo camiseta o es un regadío de tela. 


Pues imagínate arriba.

 

El cantante hasta se pasa la mano por la frente durante los acordes. Se les ponen los cuellos coloridos, el cabello perlado, el batería se pasa la toalla por la testuz con insistencia. De hecho, te lo digo ya, el bolo no se suspende pero se termina un poco antes, aunque aguantan estoicamente hasta el final, porque David Hono nos explica que el equipo se está petando. Los instrumentos se les desafinan y el bajista tiene problemas con el equipo y cada vez es más patente que están transpirando hasta el espíritu. Luego, fuera, en la charla, ya de cerca, se les verá la ropa como si fueran toallitas húmedas, que no es una metáfora muy rockera, pero no se me ocurría otra mejor. 

Y el resto del bolo se disfrutó, que quieres que te diga. A pesar de todo, se disfrutó. Porque no hace falta descubrir ahora a los Sonic Trash y decir qué capacidad tienen como banda, cómo se acompasan y compenetran los instrumentos, incluso cuando hacen un repaso por la sutileza emotiva del post-rock más delicado. Y es que anunciaron que iban a hacer un repertorio especial, centrándose en versiones que, ellos no lo dijeron pero así lo entendimos, traslucen las influencias e inspiraciones de la banda. Fueron unas cuantas, desde cosas más reconocibles a otras que ni con el Shazam, perdóname la coña. Yo, ahora, no me acuerdo de ninguna, pero sí de que permanecí de pie, hasta el final, sacudiéndome la transpiración de la sien, por el bien de la música, que es lo que ellos hicieron, posponiendo el clímax hasta que te convencías de que lo mejor es el viaje, transitar por todo, sin prisa, hasta que estalla o se desinfla. No creo que con eso me haya explicado muy bien, pero bueno, yo me entiendo. Si lo que quieres son nombres, así, a bote pronto, recuerdo que tocaron el “One Way Street” de Mark Lanegan y el “Just Like Honey” de The Jesus and Mary Chain. 


Y luego no sé qué fue de ellos. Yo me fui. Nos fuimos los cinco, buscando abrevaderos y sombras que nos dieran cobijo. Dicen que en el Búnker se estaba fresquito. 

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