Una noche cualquiera en Oporto


Cuando llegamos al Ferro Bar, A quiere subir a la terraza. Está petada. Un dj veterano pincha música electrónica de ambiente. Se ve Oporto, sus tejados, algunas torres iluminadas, la estación de tren de Sao Bento, y a la gente abajo, reunida en pequeños grupos, sentados en los escalones vertiginosos de la Rua da Madeira, que, desde ahí arriba, parece una grieta en las tinieblas. 

Decidimos volver a bajar a la calle y tomar algo sentados en el corral de la entrada, pero, en el segundo piso, nos encontramos con Victor Torpedo, quien reconoce a Alice Bag y nos saluda a los cinco como si los demás fuéramos su banda. (Yo me pido el bajo, que son menos cuerdas). Victor nos mete en la sala donde van a tocar, todavía vacía. Parece una cava, un refugio antiaéreo, un lugar secreto donde ensayara un coro de monjes benedictinos o algo así, a tenor de la hilera de bancos de madera plegables que recorren las paredes y que parecen la sillería del coro de una catedral. Al final de la bóveda, el escenario, con todo preparado para el concierto. Victor nos presenta a The Pop Kids, su banda, y alguien le dice que yo soy vasco. Se acuerda de que tocó allí con The Parkinsons, e intenta que el bajista, que también estaba en aquella banda, se acuerde del nombre del sitio donde tocaron. No le viene, pero insiste. Es pura energía, como luego lo será en el escenario: se ríe, te toca, habla, te atropella, parece que te conoce de toda la vida, otra carcajada contagiosa. Me obliga a decirle, como en un fusilamiento geográfico, todos los nombres de pueblos alrededor de Bilbao. Empiezo la lista por la margen derecha, porque pienso, no sé por qué, que tenía que ser allí, pero vuelvo a cruzar la ría, y ya recorro toda la izquierda y cuando llego a Santurtzi, es como si metiera los dedos en un enchufe. Grita: "Santurshi!, Santurshi it was!" El bajista lo confirma. Se acuerda de cuando tocaron en La Kelo en 2018. Dice que sí con la cabeza: "what a place! Wonderful! A squatter house or something!"

Los demás salen fuera y yo me quedo en la barra pidiendo. Porque es lo que pide el tío delante de mí, aprovecho y al camarero le señalo el vaso: "two more, dos más de esos, duas mais o como sea" y me llena dos vasos de plástico reutilizables con cerveza Bohemia. ("Thanks, gracias, obrigado"). Abajo, en una mesa de picnic o algo así, se sientan C, Alice Bag, Greg Velasquez y yo cuando llego. A se ha quedado arriba. Hablamos de Casa Pereira, el restaurante vacío donde acabamos de cenar: Super Bock y Mateus primero y Porto velho y queso con membrillo de postre. Parecía que en cualquier momento iba a aparecer Colin Firth para declararse a la camarera, como en aquella película. Desde el balcón, le lancé un cigarrillo a un tío que me lo pidió antes en la calle, ("amigo, quiero fumar contigo", me dijo en portugués, creo), el cigarro cayó al empedrado y me dio las gracias con el dedo gordo. El camarero de Casa Pereira nos preguntó que si Alice cantaba, porque nos vio que nos regalaba y firmaba unos cedés. Se excusó diciendo que vivía en Gaia, que no podría ir al concierto, pero que sin duda escucharía la música de Alice en Spotify. Me gustaría haber visto su cara cuando pinchó a The Bags y qué diría su mujer, que atendía la barra de abajo con el ceño fruncido, o la que parecía su madre, que nos cocinó el pescado y la carne, y el hijo de quince años que barría la pieza mientras yo fumaba fuera, en la oscuridad angosta del callejón, antes de que llegara el otro a pedirme un cigarrillo. Hablamos, nos reímos. Quince minutos más tarde, aparece Victor Torpedo por las escaleras. El bolo empieza ya, así que subimos, sorteamos a la gente, y cuando llegamos a la catacumba vacía de antes ahora está completamente petada, con una media de edad muy joven, mucha variedad estética, una oscuridad muy agradable, conversaciones en un idioma que no entiendo, humo, buen rollo, una atmósfera que anticipa bolazo. En una esquina a media altura, encontramos nuestro hueco en el Ferro Bar. Va a empezar y estamos ya listos. 

La banda arranca sin miramientos. Son cinco. Bajista y guitarrista en una esquina, jóvenes y comedidos; al fondo, el batería, que sudará y acabará descamisado; en la otra esquina, un teclista que también le pega a una percusión extra que suena primitiva, tribal. Así arrancan con apertura instrumental, rollo surf oscuro y con nervio. El quinto es el propio Victor Torpedo, guitarra en ristre, sonrisa perenne, camisa bicolor que le hace parecer uno de ellos, como si acabara de venir de Satriales, de echar un trago con Tony Soprano. No les hace falta mucho para avivar al público. Se mueven entre el rock de vieja escuela, el garaje, un poco de powerpop, algo de rollo indie y actitud punkarra. Victor toca la guitarra como si le estuvieran dando descargas eléctricas, como si se la estuviera quitando de encima. A la segunda, ya está en el suelo, mezclándose entre el público. Un crío delante de mí baila con su novia mientras grita "Bisca Catalunya!!" Nadie le hace caso. Desaparecen, vuelven, y ahora se caga en otros países que hacen frontera con el suyo. La doble percusión y los detalles del teclado consiguen darle a la música de Victor Torpedo & The Pop Kids un aire más moderno. La pegadiza "Bad Money" se baila como si no hubiera un mañana. Yo agacho la cabeza e intento mover la cadera. Greg, a mi lado, con camiseta de Los Crudos, levanta el puño. Hay un poco de pogo y Víctor Torpedo sigue pasando más tiempo abajo que arriba, dejando que la peña rasgue sus cuerdas, dando patadas al aire que casi te llegan a la jeta, bebiendo, mientras toca, la cerveza que le vuelca en la boca un tío muy serio que se vuelve y me regala una sonrisa demediada, mientras parece calcular que va a tener que ir a por otra. De vez en cuando, Victor saca un peine, se aplana el tupé y la gente asiente con vítores. Parece que es algo que entienden, marca de la casa. Acabará peinándose el pelo del pecho. Un día más tarde, alguien me contará que, antiguamente, solía acabar sus bolos desnudo. No sé qué se peinaría entonces. No sé si es leyenda o es cierto, pero no le hace falta desnudarse esta vez para azuzar a la audiencia. 

Llega el momento. Llaman a escena a Alice. La presentan como a una figura del punk de LA. Se grita su nombre en microfonía: Alice Bag!!!!. Ella sube sin prisa, con una sonrisa, dando las gracias y pidiendo permiso, con su pelo purpúreo y su vestido de leopardo. Se pone a un lado de Víctor, saluda, da las gracias por la invitación. No han ensayado. Va a cantar cuatro canciones. Cuando arranca la música, mi boca se abre tanto como toda la sala abovedada. No puedo evitar girarme y buscar a C, que me sonríe con la misma cara de asombro y satisfacción. Agita su pelo, arrecia su voz. Es un torbellino de punk y hardcore auténtico, en crudo, con músculo, sin esteroides. El pogo crece de repente. La primera línea está llena de chicas que la aplauden y la bailan. Se crea una conexión instantánea. Cada cosa que dice, se celebra. Presenta "Turn it Up" como un alegato de alegría y compromiso. Un momento cumbre llega cuando se arranca con "Gluttony", aquella canción que se incluía en The Decline of Western Civilization, (hace no sé cuánto, ¿treinta años? Hay videos en YouTube como para poner en clase y aprender). Suena igual de rabiosa, oscura y poderosa. Los cuellos se contorsionan. La última que cantan juntos es el "We Can Change the World", que se alarga hasta la extenuación, mientras la gente repite el estribillo, (repetimos el estribillo), a modo de mantra, invocando que se cumpla, que el espíritu del momento se eternice.  

Cuando salgo de allí, C me está esperando fuera. A sigue desaparecida. A Alice y Greg los encontramos luego, en el pasillo. Están contentos. Alice dice que se perdió por un momento. Nos abrazamos, nos fotografiamos, se excusa por estar completamente empapada. Todo da igual. Sin saberlo, no sé si sin quererlo, nos han regalado una memoria eterna, un instante permanente. Si alguna vez lo fue, esto sigue siendo el punk y la música: entraña, honestidad, cercanía, barro en las suelas, heridas que se hacen llagas, amparar al extraño, hacerlo hermano, hermana. No se lo digo. Ni a ella, ni a Greg, ni a C cuando compartimos un taxi para volver al hotel. No se lo digo a nadie porque lo escribo y ya no suena igual, suena pastel, impostado, extremado, aparatoso. Lo pienso antes de escribirlo, a la mañana siguiente, mientras recorro las calles de Oporto, alejadas del centro, pasando los dedos por la cerámica vieja y agrietada, mirando los balcones corroídos, los ventanales heridos. Y aún así lo escribo. Lo escribo como lo viví.


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