El diente de Waterproof


Empecemos por el principio: 1990 y... pico. La mayoría de edad en plena lozanía, con algún año más a modo de anexo. Un niño, vamos. Rollizo, inocente, con aire tímido y misterioso, aunque, incluso entonces, eso sonara ridículo. Ése era yo. Con pelo y todo; orgulloso de mi camiseta de Eskorbuto, paseándola por un mundo inhóspito, como solo saben pasear, con resolución pero torpes y cojos, los adolescentes inconscientes que creen que ya han aprendido lo suficiente para manejarse en todo y, al mismo tiempo, en nada. Que estaba en Inglaterra, como podía haber estado en el Congo belga o en Navalcarnero. Fuera de casa, que era el caso, y, por lo tanto, todo era excitante, apabullante y, antes que nada, debería confesar que los recuerdos, con el tiempo, se fueron quedando en poca cosa, una nebulosa en el desván de mi conciencia, donde se almacenaban imágenes, hechos aparentemente contrastados, y muchas sensaciones encontradas; todo ahí, apilado y cogiendo polvo. Es lo que tiene crecer, lo hagas como lo hagas. El paso indiferente del tiempo. Eso sí, alguna anécdota concreta ya he guardado con celo, lista para utilizarla en conversaciones bien acompañadas de licor. 43 tacos tengo ahora, más o menos, y, ahí sigo, rescatándolas para el gozo y el entretenimiento más vacuos, cuando ya no hay nada más de lo que hablar y sigo sujetando un gintonic. También me quedé con los nombres de dos o tres personas con las que aún guardo el contacto, aunque eso signifique simplemente que tengo sus números de móvil en el fondo de la agenda, poco más. Y, sobre todo, no me preguntes por qué, también quedó para siempre un rechazo absoluto de la pronunciación RP. Ar pi. 

Eso sí, dos, tres hazañas que se llevaron a cabo en aquel mes de verano se quedaron ahí, aferradas, atascadas en la memoria, como aquel que se agarra al saliente de un precipicio al que no sabe cómo llegó. En principio, nunca las recupero. Están ahí y ahí se quedan, pero, de vez en cuando, surgen por asociación, por un estímulo inesperado, y resurgen desde ese fondo oscuro donde permanecen sumergidas. Cada vez que las rescato, parecen diferentes a la última vez que revivieron. Voy a hacerlo con una de ellas por enésima vez. A ver cómo muta aquí y ahora. Me pongo el fedora, que aún existe, y a contar.

Era julio, creo, pero como si hubiera sido abril. Aguas mil, y no importaba el tiempo. Ocurría todo esto en algún lugar inexacto del Reino Unido, con sus delis y sus bakerys, sus coquetas casas adosadas, sus señoras mayores con el pelo cano y cardado y muchas rayas sobre el asfalto de la carretera, que, para nosotros, no tenían sentido alguno. Adolescentes aspirando a adultos, desde varios países europeos, con etiquetas en la solapa, recibiendo clases de un idioma que nos la traía al pairo, en una institución que, por el color de la piedra y la anchura de los pasillos, el césped ralo que rodeaba al edificio y los arbotantes de la capilla, tenía pinta de haber sido fundada para convertirnos en maduros hombres y mujeres de provecho que, en el futuro, supieran dejar debidamente el dedo meñique tieso al coger la taza de té. Te asustaba la turba de variedad en los ritmos de crecimiento físico y mental. Éramos tantos y la mezcla tan rara que se pasaba del acné a la arruga, de la pelusilla a la barba tupida, de la inocencia a la arrogancia sin progresión alguna. Los había que pensaban ya en afeitarse, depilarse, irse de putas, ahí es nada; los que estaban concentrados en comprar chuches mientras otros ahorraban para bonos del estado; unos que querían presentar a la chica a sus padres; que hablaban de votar; o que, simplemente, pensaban ya con la entrepierna y solo con ella. Otros, sin embargo, seguían coleccionando cromos y creyendo que Star Wars podía estar ocurriendo, en ese momento, en una realidad paralela. También había niveles por el medio, por supuesto. Y, en general, tenías a aquellos y aquellas para los que beber se había convertido en un fundamento constitucional. Por supuesto, algunos ya venían dirigidos desde casa: imitadores de casta, emprendedores en barbecho, con negocios familiares en suspenso a la espera del último aprobado para el gran relevo, o al comienzo de prometedoras carreras que empezaban en las juventudes del partido. Ya oteaban el futuro ahí expuesto, delante de sus narices, certero y cierto, como si fuera un horizonte que se alcanzara a pie o en Cabify, que aún no existía, pero a alguno o a alguna igual ya se le estaba ocurriendo. Para otros, como nosotros, y luego explico a quién me refiero, las cosas eran más sencillas y rudimentarias: el futuro era un muro que sorteábamos, beber era beber y ya está, ni chuches ni finanzas. Claro que sí, el sexo ya tenía pujanza, aunque solo supiéramos que, en sueños (que no fueran húmedos), seguíamos enamorándonos primero y besándonos luego en idílicas playas de arena fina por donde paseábamos con los pies descalzos y cogidos de la mano, claro, mientras sonaba Richard Marx, Rick Astley o el "Tears on My Pillow" de Kylie Minogue. En las noches solitarias y silenciosas, todos, probablemente todos, echábamos tanto de menos a nuestras madres como a sus macarrones con chorizo. 

Así que nos situamos ahí, en uno de esos días, uno cualquiera. Para variar, habíamos pasado la mañana encerrados en un aula del colegio, aprendiendo a moldear condicionales de tipo 3. En el descanso, en la puerta del gimnasio, nos juntábamos los de siempre, y teníamos un walkman que nos íbamos rulando, con cintas de cassette grabadas que nos pasaba un inglés que trabajaba con los niños en el otro edificio. Así, descubrimos a Dexys Midnight Runners, los Milkshakes, Beastie Boys, The Undertones, Saint Etienne o a The Ruts. Nos grababa de todo, nos lo dejaba en conserjería, nos venía al día siguiente a preguntar. Un día,  muy al principio, nos había pillado fumando porros en el callejón del comedor (que fue lo que nos unió, por supuesto, no es muy original), pero, como Ramón tenía una guitarra española y sabía tocar el "Unloveable" de The Smiths, se le pasó, nos perdonó y no se chivó. Así empezó a pasarnos las cintas y así nos presentó a su amigo, clave en los próximos párrafos, y que, por lo tanto, está apunto de aparecer en esta historia. 

Se supone que, una hora más tarde, tras la segunda parte de la clase, ya habíamos aprendido nuestra ración diaria de inglés, y aún no era ni mediodía. Para cambiar, nos llevaron a comer, en tropel, al campo, en un par de autobuses de esos tan ingleses, con años de experiencia, cenicero, y un conductor con bigotes que nunca sonríe y que antes había sido sirviente en Downtown Abbey, por lo menos. Dentro, hedía el tapizado a tabaco seco y a laca pulverizada. Si, en una curva, te rozaban las cortinillas de la ventana, parecía que te estaba besando en la mejilla el Pinhead de Hellraiser. Y allí estaba la pradera, en los aledaños de un castillo medieval, colorida y moteada con los niños y adolescentes que corrían y hacían corrillos, todos con sus mochilas corporativas y ganas de hacer cualquier cosa menos lo que les decían que hicieran. Y, así, mientras un grupo mixto se acercaba a un bosque cercano para alejarse de la vigilancia mojigata de los monitores, otros ya empezaban a organizar un partido de fútbol, o de rugby, o de quidditch, que igual aún ni existía en la mente de J.K. Rowling. Los más formales o adocenados escuchaban atentamente a los monitores que les explicaban las epopeyas bélicas ocurridas en aquellas almenas, y los menos se horrorizaban al sacar el almuerzo y descubrir dos lonchas de queso entre dos rebanadas de pan de plexiglás... 

Mientras, nosotros, los protagonistas de mi recuerdo y por ende de este cuento, con meticulosidad alemana, aunque no hubiera ninguno por allí, empezamos a trazar el plan que llevábamos maquinando desde el fin de semana pasado. Siguiendo caminos disuasorios y dispares, yo mismo, el de Hornachuelos, una chica de Zumaia que le molaba al cordobés, Ramón el de Avilés y el portugués al que llamábamos Waterproof (luego lo cuento, que, por supuesto, es importante; por eso va en el título), nos reunimos en el aparcamiento y nos metimos, como pudimos, dentro de un Vauxhall Cavalier sin tapacubos y con un escudo del Millwall FC en el parabrisas trasero. Conduciría uno de los monitores, el más joven, el menos cuerdo, el que siempre aparecía medio en cueros en el desayuno y se disculpaba sonriente delante de las chicas que lo repelían con disgusto. Un tío escuálido, con el pelo rapado, que parecía imitar a Mark Renton aunque quería ser Tommy; un personaje que, sí, era el amigo de nuestro camello musical, al que anuncié en el párrafo anterior. Él también solía acercarse a la puerta del gimnasio y, sobre todo, al callejón del comedor, donde se reía mientras esperaba turno, no para usar el walkman y sí para darle al peta. Siempre nos prometía que un día nos llevaría de marcha. 

Al final, cuando ya no teníamos esperanza, cumplió su promesa. Según nos dijo, había convencido a la encargada para que hiciera la vista gorda y nos permitiera ausentarnos una noche. Cómo la convenció, no se lo creería ni Nina Hartley. Él se responsabilizaba de nosotros y solo debíamos estar de vuelta a la mañana siguiente para el recuento de mediodía. Se suponía que íbamos a ver una representación local de Look Back in Anger. Ni idea, le dijimos con los hombros. El inglés, sorprendido por no entender su excusa, nos preguntó: "John Osborne?" A lo que el de Córdoba contestó, tras el silencio y otro encogimiento, me imagino que con sorna: "Sí, hombre, el de los toros." Pero el día prometía, que se nos prometía que lo pasaríamos muy bien, y, al parecer, podríamos dormir en casa de la madre del inglés, quien se había ido de retiro espiritual al norte de Escocia. Tal y como lo explicó, sonaba a expedición al Polo Norte. Luego me contaría, con la lengua desatada y en confianza, que, en realidad, la madre, viuda, se había escapado unos días a Magaluf con un vecino casado y con tres hijos. Así que allí nos metimos, apretados, excitados, con ganas de bajarnos a los pocos kilómetros, porque allí dentro olía a vómito añejo y pastillas de alcanfor, el monitor conducía como un piloto tuerto en una carrera nocturna en Donington Park y, además, en aquella carretera había más curvas que en el calendario de Play Boy que, por cierto, él mismo tenía en su taquilla del dormitorio y nos la había enseñado a todos, repitiéndonos los nombres ficticios que le había puesto a cada una de las playmates. Phyllis, que posaba sobre un montón de neumáticos, era su preferida. Con este currículo, es de entender que la chica de Zumaia no se separara de nosotros en toda la noche, siempre pegada a alguno de los cuatro como si ansiara ser siamesa. Cuando le tocaba al cordobés, se le ponían los mofletes como el culo de un vaso Collins colmado de Bloody Mary. Aquella noche, nos tomamos uno, por cierto, que luego igual lo cuento. Seguro que lo cuento.

La chica de Zumaia era la única en nuestro grupo, porque, creo, también fue la única chica de todo el curso que nunca tuvo ganas de seguirle al juego a los italianos. Un día eructó tan fuerte que le vibró toda la traquea. Llevaba siempre el pelo recogido y pantalones largos. Todos los sábados, se ponía la camiseta de la Real Sociedad. Le pegaba tan fuerte al balón que la llamábamos DePiedra. Le gustaban las cosas, sin importarles de quién fueran, si de chicos o de chicas. No creo que se parase a pensarlo, pero intentaba olvidarlo. Creo, solo creo, que correspondía al de Hornachuelos, aunque éste nunca llegó a saberlo. No sé qué fue de ella y mira que Zumaia me cae mucho más cerca que Sierra Morena, pero de éste sí sé que ahora es director de una sucursal bancaria en su pueblo y que sigue sin tener ni idea de inglés. Por entonces, era un chaval majo, con desparpajo, que hablaba mucho y decía poco pero no irritaba. Tenía un grano enorme encima de un bigote al que parecía hacerle el vacío, pero el grano no se curó en todo el verano y el bigote fue creciendo sin pedir permiso, hasta casi taparlo, lo que supongo que sería un alivio para él. Luego estaba yo, pero no voy a decir mucho más de lo que ya dije al principio. En el Cavalier, iba sentado en el medio del asiento trasero. A un lado tenía a Waterproof y al otro a Ramón. Ramón tenía todo lo que desearías ahora para construir al protagonista ficticio de una buena tragedia de crecimiento adolescente: feo, con calvicie incipiente, gafas, acné, sobrepeso y jerséis de punto hasta en julio que parecía haberle tricotado su madre. Fumaba como un descosido, pero agarraba el cigarrillo como si fueran unas pinzas de depilar. Parecía que su rebeldía acababa de germinar. Y, a pesar de todo eso, o quizás gracias a eso, era un tío cojonudo, irónico, gracioso, reflexivo, sin ínfulas, que siempre parecía estar detrás tuyo cuando mirabas para buscar compañía o pedir amparo. Sabía tocar la guitarra porque aprendió en la iglesia. Lo de The Smiths lo sacó de oídas, porque sonó toda una tarde en el salón de juegos, ya que de la música, a veces, se encargaba, por supuesto, aquel inglés de las cassettes, y estaba enamorado de Morrissey mucho más que de su novio, al que nunca nos presentó. Todas las noches, mientras echábamos un último cigarro en la azotea, les veíamos encontrarse, como dos amantes furtivos en los tiempos en que Verona era un estado independiente. Ramón apuntaba con la barbilla y decía: "Míralos..." y nunca cerraba los puntos suspensivos. No sé qué fue de él. De Ramón, digo. Y tampoco sé nada de Waterproof, quien, en realidad, se llamaba Bruno y parecía irlandés más que portugués. Su madre era irlandesa, de hecho; y él era pelirrojo, pecoso y con ese color bermejo siempre en la piel, que parecía que venía de correr delante de la policía aunque solo se hubiera levantado a coger agua del grifo. El primer día que llegamos, nos sacaron de paseo por la zona, para que nos aclimatáramos y empezáramos a socializar. A Bruno, porque, por entonces, todavía era Bruno a secas, se le ocurrió asomarse por un puente de madera, bucólico y evocador, para mirar si, en el arroyo que corría por debajo, había peces, o podía verse reflejado, o yo qué sé. El caso es que alguien, puede que por accidente, le empujó por encima de la baranda. Se golpeó, al caer, con la madera de la imposta, y perdió la mitad de un incisivo. Salió del arroyo calado, con la mano en la boca, pero con mucha dignidad. Alguien le preguntó si estaba bien y se señaló el reloj de la muñeca mientras afirmaba con la cabeza: "Waterproof, no problem." Y con aquel nuevo agujero en la boca, el "waterproof, no problem" le salió como algodonado y huracanado. Le acogimos en nuestro grupo inmediatamente. Le pusimos el mote, que aceptó con honor, y, de paso, le dijimos quién había sido el que le empujó por detrás, pretendiendo que pareciera fortuito. Dos días más tarde, uno de los italianos salió de la ducha gritando vaffanoséqué después de que alguien le cambiara el gel por colorante industrial. La gente es muy puta. 

De aquel día en concreto, si te digo la verdad, no recuerdo mucho más: pubs. Nos echaron de un Toys R Us porque el de Hornachuelos quiso fornicar ficticiamente con una jirafa de peluche gigante y al guardia jurado le dijo algo así como "ozú, what a julk", y sí que era grande el tío. En un callejón mugriento, con paredes de ladrillo húmedas, Ramón echó la pota en la puerta de un fish and chips sin salpicarse el jersey de pico, mientras yo me comía las patatas y le metía el pescado en el gorro del chambergo a la chica de Zumaia. Paseamos por un parque donde dimos de comer guijarros a unos patos con muy mala ostia y acabamos convirtiendo aquello en un laberinto, pero al final encontramos la salida y justo enfrente había, sí, un pub. Le quemaron el remolino pelirrojo del cogote al portugués cuando quiso besarle a alguien en los pies porque había perdido no sé qué apuesta. Apostamos luego a que yo sería capaz de subirme a la estatua de algún conquistador o capitán de barco y lo hice, pero también me resbalé y, por suerte, aún no había móviles y, si los había, en lugar de cámara tenían la serpiente de Nokia. Con lo que me tragué el golpe y la vergüenza de a una, y ya está. Jugamos al fútbol con unos críos, junto al colmado de un señor de Bangladesh que se reía desde la puerta cada vez que yo asustaba de un grito al que iba a chutar. Pero, sobre todo, recuerdo pubs. Y un Pret a Manger donde mangué una manzana roja porque entendí que eso era lo que significaba el nombre del negocio. Se la pusimos en la cabeza al inglés, e intentamos emular a Guillermo Tell con las pajitas del café to go. Así estuvimos todo el día, caminando por aquella ciudad, cada vez más sibilinos y siseantes, abrazándonos, riéndonos, dejándonos guiar por un anfitrión que, a veces, parecía no saber a dónde iba ni recordar con quién estaba yendo. 

Cuando ya anochecía y la ciudad parecía una pantalla pixelada en una aventura gráfica, acabamos en aquel local. Tras preguntar, dar vueltas, perdernos, querer parar un autobús en marcha, escuchar a un músico callejero hasta que amenazó con partirnos la guitarra en la cabeza, más vueltas y atajos, descansamos en una licorería y, al fin, lo encontramos. Nuestro monitor y guía quería ir allí sí o sí. En la puerta, un tío, tan grande como Julk, nos pedía dinero y nosotros no sabíamos bien por qué, pero, así, por fin, pillamos una palabra: "concert!, ah, concert!, coño, claro, clear, hombre, concert!, haber empezado por ahí, say that first, man, men, moon, claro, ofcourse, concert... money, Ramón, ¡Ramón!, dame pasta, gimme past." A esas alturas, todo nos daba igual. A nuestro monitor y guía ya no le entendía ni un logopeda nativo. Pero eso, que nos daba igual. Daba igual que el concierto fuera de folk irlandés o de grincore. Íbamos los cinco como en una burbuja, chocando con todo lo que estaba fuera como si estuviera acolchado y no doliera. El local podía haber sido cualquier otro local: madera, fotos en blanco y negro, música soul y mucha gente y humo. En la barra, más cerveza amarga y cacahuetes pelados. Cola en el baño y, eso sí, al final de una sala enorme donde todo el mundo se agolpaba gritando sobre la música y las conversaciones de los demás, un escenario y un telón carmesí. 

Desde que aparcamos el Vauxhall, junto a una comisaría de policía, que de eso nos acordábamos todos, ya no recordábamos nada más. Ni por dónde se iba ni por dónde se venía, ni si era ayer o todavía hoy. Puede que jamás haya vuelto a hablar inglés tan bien, que me salían las coletillas hasta natural: "You know, I mean, what the fuck". Nos llevó hasta allí el monitor porque él quería ir, o porque le habían dicho que tenía que llevarnos. Probablemente, le obligara su amigo, ya sabéis, el monitor-pinchadiscos-camello de cassettes. Igual estaba detrás de aquel telón carmesí el propio John Osborne, el de los toros, quién iba a saberlo. Más aún cuando, a los diez minutos de estar ahí dentro, el inglés desapareció. Recaudó dinero y fue a pedir a la barra, mientras nosotros nos acurrucábamos en una esquina y, a la fuerza, le sacábamos el jersey a Ramón para que se lo pusiera la chica de Zumaia y la chica de Zumaia le dejaba su chamarra, con el chano aún repleto del aceite del pescado. Al poco rato, nuestro compañero llegó pertrecho de pintas rebosantes, acompañado de una ayudante que sonreía amenamente y dejaba entrever una dentadura mellada. Vestida como para ir de boda, a un cotillón en Tallaght, o a la cena de empresa de un Primark, ayudó al otro a repartir las cervezas sin dejar de sonreír y recolocarse el busto debajo de la licra. El inglés dijo algo que nadie entendió, me cogió por el hombro, me apartó un poco, sacó un bolígrafo del bolsillo de su camisa y me escribió una dirección en la palma de la mano mientras me guiñaba un ojo a falta de comprensión lingüística. Y se fue, dejándome el bolígrafo en la oreja, como un lápiz de carpintero, y, en el bolsillo, una llave que creo que me dijo que no perdiera. Ella se fue con él, claro, aguantando que le colgara el brazo por la chepa mientras apartaban a la peña que esperaba en la platea. Me la sopló. Nos la sopló. Me encogí de hombros. Nos encojimos de hombros. Justo en ese momento, se corrió el telón carmesí y la gente a nuestro alrededor, como impulsados por un resorte invisible, abandonaron todo lo que habían estado haciendo hasta entonces, para arrebatarse de una manera mágica que yo no había visto antes, ni tan siquiera en los conciertos de Distorsión. En lugar de John Osborne, allí apareció un tío con bigotes galos y toga romana, voz profunda y primitiva, acompañado por sus secuaces, y la perdición comenzó sin que ninguno de los cinco supiéramos lo que aún estaba por llegar. 

Fue una hora intensa de guitarrazos como garrotazos, ritmos hipnóticos, y códigos secretos que no entendimos del todo. No había terminado la primera canción y ya estábamos en primera fila, aullándole al coyote. Un sombrero voló desde la parte de atrás y cayó sobre la nuca de un tío que yo tenía al lado. Lo cogí y me lo calcé. El mismo fedora que ahora visto, como para inspirarme, mientras lo cuento. El local se convirtió en un agujero negro, en un bosque de fronda, en la fonda de moda en el averno. A veces, a tu lado, aparecía Ramón, por ejemplo, y salía rebotado o se largaba él mismo de un brinco. Luego desaparecía ella y volvía el de Córdoba. Íbamos todos de aquí para allá sin abandonar una sonrisa complacida y excitante que no habíamos tenido antes entre ambas comisuras. Alzábamos el puño al aire y repetíamos estribillos sin sabernos las palabras, mientras que locales y localas nos abrazaban y zarandeaban con el cuidado oportuno que se entrena con la experiencia de la música en directo. Cuando terminó el bolo, vitoreamos tan fuerte como cualquier otro asistente. Waterproof hasta hacía genuflexiones. Había perdido la camisa y tenía su camiseta a la altura del pecho, como si se la hubiera cambiado con un niño de seis años. Nos encontramos todos en la misma esquina que habíamos abandonado al empezar el espectáculo, sudados, excitados, boquiabiertos, incapaces de entender lo que había pasado. Waterproof repetía un nombre que no entendíamos, y explicaba en un portugués que sonaba a gallego castellanizado que alguien le había comentado el nombre de la banda. Vocalizando, intentó ser más expresivo: "Thee Mighty Caesars!! "Thee Fuckin' Mighty Caesars! Que bom!" Boom!, nos había hecho la cabeza. No nos habíamos recuperado del todo, Ramón estaba pidiendo en la barra; el de Córdoba, llevándose mi fedora para lucir mejor, acompañaba a la de Zumaia al baño (para nada, por supuesto); cuando, de repente, la misma masa informe que una hora antes se había erizado de golpe con el pulso de un acorde, repitió la locura con absoluta paridad. Waterproof, que no sabía qué pasaba pero le daba igual, se aupó a los hombros de quien tenía delante, aunque aún no había ni empezado la música, y desapareció. Yo me quedé allí, quieto, observando cómo salía el nuevo grupo, inconsciente aún de lo que me estaba pasando y de cómo se iba apoderando de mí un misterio que ya me atraparía para siempre: el de la música en vivo. 

Dos tíos y una tía salían al escenario, con paso firme, pero alborotando al personal con los brazos en alto, abriendo sus gargantas al máximo y expulsando alaridos que se oían por todo el local aunque aún no estuvieran pegadas al micro. Ella, pelambrera bermeja de volutas de forja, en el medio, iba a ponerse a golpear timbales como si estuviera intentando hacer fuego con dos pedernales. A cada lado, se colocaron los dos chicos, ambos elegantes a su propio estilo. Uno, serio y sedentario, hierático y ausente, vestía gabardina clásica, gatsby de tweed y gafas de pasta. Qué calor, pensé, pero qué puta percha. Se cargó el bajo, no sonrió, y apenas se movió del círculo invisible que parecían haberle dibujado en su esquina; el otro, más nervioso, dado a la gimnasia antes incluso de rasgar la guitarra por primera vez, vestía como un funcionario de la morgue, con la mirada ida y espasmos en las piernas. Acabaría tocando la guitarra como si fuese un subfusil Thompson y metiéndose el micrófono hasta la campanilla, cantando a grito pelado, que en algunos rituales primitivos no tenían visto ni oído tanto ímpetu atávico. Se arrancaron y yo me arranqué la camisa, botones incluidos, en un gesto salvaje que no he vuelto a repetir en mi vida. Apareció por debajo mi camiseta de Eskorbuto, y el bulto de mi barriga le dio relieve a los cuerpos de aquellos tres, mientras subía y bajaba como un terremoto de gelatina con cada bote que daba. En algún momento, acabamos los cinco otra vez juntos, agitándonos, abrazándonos, echándonos la Guinness por encima, incluso hasta algún beso se escapó, pero no en la dirección correcta.

Y hubo un momento álgido, claro. Ocurrió cuando sonó una canción que presentaron antes, en un descanso transitorio que sirvió para hacer chistes en inglés que ninguno de nosotros entendimos bien, pero nos reímos, y aprovechamos para respirar y cerciorarnos de que todos los miembros y apéndices de nuestros cuerpos seguían en el sitio adecuado. La canción se llamaba "Waterloo Teeth", que eso sí lo pillamos y lo pillamos todos al mismo tiempo, puede que por esa única y repentina inspiración etílica que sucede sucedánea y furtiva. Desde que anunciaron título, nos miramos de golpe, al unísono, soltamos una carcajada, y lo gritamos bien alto para que quedara constancia de que íbamos a cambiarle el nombre a la canción. Fue el afectado quien primero y más fuerte lo reconoció y, apuntando al hueco en sus paletas, a grito pelado, empezó a vociferar: "Eu, eu, eu, Waterproof Teeth, Waterproof Tooth!!!". Acabamos subidos en el escenario, atracándoles los micrófonos y hasta una baqueta a la chica, gritando a todo pulmón un estribillo que habíamos tuneado a nuestro libre albedrío. Abajo, aquel público al que pertenecimos y que seguía siendo una masa informe, repetía lo que nosotros gritábamos, "Waterproof teeth!!!", mientras el portugués, en el medio, alzaba los brazos como Willem Dafoe en Platoon, y acababa tirándose de bruces a la primera fila, que se apartaba, y se partía la caja con la ostia que se arreaba contra el suelo. No perdió más incisivos, eso sí. Se puso de pie y volvió a subir al escenario de un respingo para participar de la despedida, porque había acabado la canción y con ella el concierto y el resto de sus amigos aún estábamos arriba y andábamos abrazándonos a los miembros del grupo. Yo, por ejemplo, sujeto por el cuello a un bajista que ni se movía, aunque aceptaba el fedora incluso por encima de su gatsby de tweed. Parecía la misma estatua resbaladiza desde la que me había caído unas horas antes, pero mucho más elegante.  

Fue la ostia, qué quieres que te diga. Un colofón que no fue tal, porque, como no podía ser de otra manera, la cosa se alargó después. No nos fuimos de allí y, con la vergüenza y la timidez olvidadas en el maletero del Vauxhall, esperamos a que la banda saliera de camerinos. La chica de la banda chapurreaba el castellano. Resultó que el bajista estaba como una cabra, y todo lo que no se movía sobre el escenario, lo tenía de hiperactivo cuando se bajaba. El cantante y guitarrista hablaba un inglés tan limpio y reposado, como si estuviera cansado de gruñir y deglutir palabras en el escenario, que se le entendía mejor que a un profesor de Dos Hermanas, licenciado en Filología Inglesa, que daba clases extraescolares de inglés y de matemáticas en una academia de barrio. En un karaoke, de madrugada, a donde, de nuevo, nos dejamos arrastrar, el bajista acabó en calzoncillos cantando Harry Belafonte. El guitarrista volvió de la barra con una bandeja repleta de Bloody Marys y se puso a lamer la sal gorda con lima escarchada en todos y cada uno de los vasos. Bailamos música techno en una discoteca donde Zumaia y Hornachuelos estuvieron apunto de hacerse ciudades hermanadas pero no cundió. Chupitos, muchos, y hasta un Ginger ale a palo para demostrar que se podía sacar a chorro, después, por la nariz. Acabamos en algún lugar, en otro pub, donde ellos conocían a alguien, pidiendo que pincharan, no sé cómo, el "Waterloo Teeth", mientras Bruno se subía a la barra y admiraba a todo el mundo con la grandilocuencia de su apodo. Sonó la maqueta entera en aquel último bar, donde hasta nos quitamos los zapatos y pusimos los pies sobre la mesa, porque ya dolían y allí se estaba como en casa. La noche se iba apagando y el cansancio se apoderaba de nosotros, pero la inercia aún resistía y seguíamos hablando conversaciones que no eran, en realidad; bailando pogos que eran algo más.

Porque la puerta de la calle quedaba más cerca que la del baño, salí a mear fuera, y me encontré a Ramón sentado en la acera, con los brazos sobre las rodillas, respirando la neblina que empezaba a apoderarse de la ciudad y mirando de izquierda a derecha la calle vacía. Se levantaba las gafas y se frotaba los ojos.

- ¿Estás bien?

- Estoy de puta madre. 

- Ha sido un día genial, ¿verdad?

- No lo olvidaré en la vida. 

- ¿Estás bien, de verdad?

Señaló con la cabeza una plasta en la carretera, que parecía lo mismo lo que era, una pota, como los restos de algún roedor atropellado por un coche. Hice un gesto de asco y de admiración. Ya llevaba unas cuantas. 

- Oye, dentro de unos años, cuando...

- No, no, no...

Le detuve, porque, ya entonces, tenía alergia a esos momentos trágicos y climáticos. Supongo que me venía de la infancia, pero no toca contarlo ahora, que se me cae el fedora.

- ... no te pongas melodramático, ¿vale, Ramón? 

Que no somos Pulp ni esto es "Disco 2000", le podría haber dicho, pero eso nunca se te ocurre mientras transcurre, de verdad, la conversación. Nos levantamos, nos dimos la mano, y me di cuenta de que en la mía seguía escrita la dirección y que, en la suya, se veía un reloj. Ambos detalles juntos atrajeron, como las moscas al mojón, algo de lucidez:

- Igual hay que empezar a pensar en buscar la casa esta, ¿no?

Dentro, seguían bailando, a patadas, brazadas y empujones, como si estuvieran peleando a cuerpo en la batalla del río Medway. Tampoco eso lo pensé entonces, no. Aún costó una ronda más, y más risas y abrazos y más conversaciones truncadas que no comunicaban nada, hasta que, poco a poco, por inercia, acabamos todos en la furgoneta de los Dead Faces, quienes se ofrecieron a llevarnos hasta la dirección que yo tenía apuntada en la palma de la mano. 

Se llamaban los Dead Faces, sí. El bajista conducía, la baterista se había quedado dormida atrás, y el guitarrista sacaba la cabeza por la ventana mientras cantaba al viento el "Adeste Fideles". Los Dead Faces nunca sacaron un disco. Tenían unas cuantas canciones grabadas en cinta magnética y, durante unos minutos, soñaron con convertirse en la próxima gran esperanza… del color que fuera. Y nadie supo qué fue de ellos. El cantante me dio una de aquellas cintas. La misma que me dejaría olvidada en aquella casa a la que, por fin, llegamos, y tras despedirnos de nuestros nuevos amigos entre abrazos, promesas, fucks a tutiplén y cosas así, conseguí abrir, después de diez minutos intentando que la llave encajara en la cerradura. A la mañana siguiente, que ya era, probablemente, cuando llegamos, un par de horas después de abrir la puerta, el inglés nos despertó a todos. Ramón dormía en la bañera, la de Zumaia en la única cama con sábanas, el de Hornachuelos a su lado pero sin haber triunfado, Waterproof en el sofá, y yo, allí mismo, sobre la moqueta del salón. El inglés me dio una ligera patada en una pierna, abrí los ojos, y le oí decir, sin sonreír, y mirándome como Harry Callahan a sus víctimas: "In ten minutes, you all go get in the car." Manda huevos, los que le dio tiempo a revolverse en la cocina de su madre, que me acordara de coger el fedora pero no de la cinta. Viente minutos más tarde, ahí volvíamos a estar todos, metidos en el Vauxhall Cavalier, con nuestras propias, sinceras y satisfechas caras de muerto.

Esa fue la última vez que oí hablar de los Dead Faces. Me acordé de la cinta al día siguiente, cuando, otra vez de vuelta en la puerta del gimnasio, me llegó el turno de usar el walkman y aún duraba el clavo. Le pedí al monitor que la buscara, pero no quería saber nada de nosotros. Llegamos tarde al recuento y le había caído una buena bronca. No volvió a pasarse por el callejón del comedor. Eso sí, siguió apareciendo medio desnudo para desayunar. Hace años, se me ocurrió buscarles por internet: a los Dead Faces, quiero decir. Ni rastro. Otros pocos después, cuando Ramón, DePiedra, Waterproof y el de Hornachuelos eran ya prácticamente personajes de ficción, volví a la isla de vacaciones. Por casualidad, casi curiosidad, fuimos a un concierto de los Milkshakes, y a un tío con una camiseta de The Dentists, le pregunté por los Dead Faces. Me miró como se le mira a un loco. Pero, poco después, cuando yo ya estaba en la barra pidiendo una cerveza, volvió, me dio en el hombro, y me dijo, sí, joder, the fuckin' Dead Faces. Pero no sabía nada de ellos. Probablemente fuera coña, pero me dijo que creía que el bajista se dedicaba ahora a la cría de caballos percherones, la batería era farmacéutica, y el guitarrista cultivaba remolacha. "Cabbages", le contesté, "It's cabbages. For juice". Y me di la vuelta como invitándole a que se fuera a joder a otro. 

Así que, todo esto quedó en mi cabeza tan nítido y atravesado como el hueco en la dentadura del portugués. El día que nos íbamos de Inglaterra, el inglés de las cintas nos regaló una a cada uno de nosotros. En la mía, había escrito un mensaje a mano en un trozo de papel que me encontré dentro: "sorry, couldn't get no Dead Faces." Aún tengo esa cinta, pero no la otra. Nos despedimos los cinco en el aeropuerto, sin pachangas ni lamentos, como si supiéramos que nos íbamos a ver en nada, que no fue el caso, justo lo contrario. La de Zumaia le dio un beso en la mejilla al de Córdoba, que se inflamó como una vejiga con infección. Ramón me abrazó. Waterproof se señaló el hueco y dijo algo así como que aquello iba a quedar ahí para el resto de su vida. Quién sabe si así fue. Fue lo que fue, ni más ni menos. Aquel verano se esfumó, pero el veneno se quedó dentro. El resto fue, y sigue siendo, crecer y crecer, como le pasa a todo el mundo. Al verano siguiente, serían otros los que pisaron aquellos pasillos, los que miraron hacia los arbotantes de la capilla buscando un hueco milagroso por el que pudieran huir sus mentes adolescentes. Sabíamos tan poco del destino que nos aguardaba, como supe después de los derroteros que siguieron los Dead Faces. Eso sí, desde entonces, cuando voy al dentista, y veo los moldes, siempre pienso que más se perdió en Waterloo.

Comentarios