Prine


Puede que alguna vez antes lo haya hecho, que son ya más de diez años escribiendo aquí y no me apetece mirar para atrás y cerciorarme, pero, generalmente, tiendo a evitar los obituarios. Por varias razones, pero, sobre todo, porque no se me da bien el tono elegíaco y porque siempre me siento incómodo. 

 

Más aún en la situación en la que estamos todos a día de hoy. Ahí fuera la gente está muriendo para transformarse en números, en porcentajes, en estadísticas, en un punto más en el trazado de una curva que se ha convertido, últimamente, en la geometría de nuestra mudable e incierta realidad. Pero no mueren números, ni símbolos matemáticos, ni tan siquiera personas anónimas. Detrás de los 145.705 muertos en el mundo ahora que cotejo y escribo, se escondía lo mismo que tenemos nosotros requisado, protegido y custodiado en nuestros hogares, palabras que empiezan por a: afinidad, afecto, amparo y aflicción si se acaba, si te vas, si te dejan demediado. ¿Por qué entonces hablar de unos y no de otros? 

 

Si de todos no puedo hablar, mejor quizás no hablar de ninguno. Es una reflexión muy peregrina y simplista, pero a mí me vale para prevenirme de la intención de rezarle un último requiebro a todos aquellos que tienen la desgracia de morir antes que yo y que, por una razón o por otra, tejieron lejanos y caprichosos vínculos con el escribiente. Qué podía decir yo de Rafael Berrio, por ejemplo, por mucho que lo lamentara, por mucho que me hubiera dedicado a bucear en sus canciones y eso podría haberme permitido divagar sin remedio. Qué podía decir yo que diera consuelo a su familia y seres queridos. Porque mi consuelo no buscaría. Extrañas y ridículas epifanías, menos. Para qué escribir, entonces. Qué podía decir de Adam Schlesinger. Le recuerdo apostado en la mesa del merchan, con una sonrisa satisfecha, mientras del interior salíamos, sudados e igualmente dichosos, ella, mi amigo y yo mismo. Pero lo que recuerdo, sobre todo, es mío, mi experiencia, nada que ver, en realidad, con Schlesinger, aunque su música le pusiera banda sonora al momento. Viví un tiempo en su país, conduciendo un Ford Taurus por la ruta 30 de Denison a Omaha para no aburrirme. Me compré primero el Welcome Interstate Managers en Homer's hasta que lo quemé y después el Utopia Parkway y el Fountains of Wayne en un viaje a San Francisco, cuando cobré mi primera paga. Haga lo que haga, escriba lo que escriba... Para qué. Qué podría decir de Luis Eduardo Aute, antes de que se me notara que jamás escuché uno de sus discos entero. Nada. En ninguno de estos casos. En ninguno de los 145.705 casos. 

 

 

También se murió John Prine

 

Y no fue distinto. Se repitieron y aún se repiten los homenajes. Se celebra su carrera y se prodigan los elogios. Y se lamenta su muerte. Y yo no quiero unirme a la lista, pero sí a su fiesta, aunque sea de lejos y dentro de mucho tiempo, espero. Porque, en su último disco, The Tree of Forgiveness, incluyó esta canción, "When I Get to Heaven", y algunos lo llamarán premonición, quizás, pero yo no. Decidí que no escribiría panegíricos, obituarios, elegías ni homenajes finales, pero no me he resistido a un doble ejercicio de despedida. No nos engañemos, hacía años que no le escuchaba. No tengo ninguno de sus discos en casa. Sin embargo, John Prine siempre estuvo ahí, en el horizonte vespertino de los escritores de canciones con pulso firme y verbo dócil. Era bueno, el tío. Tenía un talento especial para la frase definitiva, para darle humanidad a sus historias, para combinar humor y dignidad, para abrirte en canal sin ver caer la estocada. Así que volví a escucharme sus canciones y he acabado escribiendo. Probablemente, con el primer ejercicio os valga: canción y video, disfrutad de la letra acompañada. Si necesitáis auxilio, buscad un diccionario online. Para ayudar: Tilt a Whirl es un tiovivo, una atracción de feria; Smithwick's es una cerveza irlandesa; y peckerhead, algo así como cabeza hueca, imbécil. La segunda parte del ejercicio, viene después del vídeo. No os acerquéis con esperanza ni ilusión. Es un pequeño relato, viejo ya, nunca publicado, aburrido como una misa en esperanto, al que he rescatado porque escuchando otra vieja canción de Prine me acordé de él. Y le he incorporado a la historia, aunque sea sin voz, de manera relegada, aunque no sepa muy bien por qué ni para qué. Supongo que es esto, el confinamiento. Por algún sitio tiene que salir. Pero, en serio, el primer ejercicio, sí, lo recomiendo, humildemente, sin estridencias. Como esta, Prine tiene cien canciones más, mejores canciones, un rastro vitalicio desde finales de los 70 hasta aquí: un repertorio como un álbum familiar, como un catálogo de ofertas milenario, como el listín telefónico, como las viejas historias que se cuentan cuando bebes de más y miras para atrás, o esas que te guardas en la conciencia y apremian cuando menos te lo esperas. Era Prine uno de esos: de los que escribían canciones.  

 

 

WHEN I GET TO HEAVEN

 

When I get to Heaven 

I’m gonna shake God’s hand 

Thank Him for more blessings 

Than one man can stand 

Then I’m gonna get a guitar 

And start a Rock and Roll band 

Check into a swell hotel 

Ain’t the ‘Afterlife’ grand! 

 

And then I’m gonna get a cocktail 

Vodka and Ginger Ale 

Yeah, I’m gonna smoke a cigarette 

That’s nine miles long 

I’m gonna kiss that pretty girl 

On the Tilt a Whirl 

‘Cause this old man is going to town. 

 

Then as God is my witness 

I’m getting back into show business 

I’m gonna open up a nightclub called 

‘The Tree of Forgiveness’ 

And forgive everbody 

Ever done me any harm 

I might invite a few choice critics 

Those syphilitic parasitics 

Buy ‘em a pint of Smithwicks 

And smother them with my charm 

 

‘Cause then I’m gonna get a cocktail 

Vodka and Ginger Ale 

Yeah, I’m gonna smoke a cigarette 

That’s nine miles long 

I’m gonna kiss that pretty girl 

On the Tilt a Whirl 

Yeah this old man is going to town 

 

Yeah when I get to Heaven 

I’m gonna take 

That wristwatch off my arm 

What are you gonna do with time 

After you’ve bought the farm 

 

Then I’m gonna go find my Mom and Dad 

And good old brother Doug 

I’ll bet him and cousin Jackie 

Are still cuttin’ up a rug 

I wanna see all my Mama’s sisters 

‘Cause that’s where all the love starts 

I miss ‘em all like crazy 

Bless their little hearts 

And I always will remember 

These words my Daddy said, 

He said, “Buddy, when you’re dead 

You’re a dead peckerhead” 

I hope to prove him wrong 

That is… when I get to Heaven 

 

‘Cause I’m gonna have a cocktail 

Vodka and Ginger Ale 

Gonna smoke a cigarette 

That’s nine miles long 

I’m gonna kiss that pretty girl 

On the Tilt a Whirl 

Yeah this old man is going to town 

Yeah this old man is going to town

 

 

 

 

NUNCA WYNONA

 

Cerca del río había un bar de grandes ventanales, café con canela y música de ambiente. Reposamos allí la cena y nos despedimos en la puerta. Los más jóvenes fueron a otro sitio y los más mayores de vuelta al hotel. Yo, en el medio de los extremos, le dije a mi amigo que por qué no dábamos un paseo, pero él tenía una buena excusa: le tocaba hablar en el primer turno al día siguiente. Así que, solo, caminé sin prisa, dando un rodeo. Y Reno no es una ciudad para dar vueltas solo y con pudor. Cerca de mi hotel, emparedado entre dos grandes edificios de hormigón, aguantaba uno más pequeño de ladrillo rojo, como ajeno al progreso, tozudo en su sordera. Era el Santa Fe, antiguo hogar de pastores vascos, donde, horas antes, antes de cenar, habíamos probado el picon punch entre risas, alguna náusea instantánea y desafíos etílicos que se quedaron en nada. Ahora, al pasar por la puerta, me quedé fuera fumando un cigarro. Quería entrar, pero no me atrevía a hacerlo solo. Estaba dando la última calada cuando la puerta se abrió de par en par y salió por ella una gran masa de sombras y trasluces que acabó por convertirse en un hombre adulto de mucha envergadura, con stetson enroscado, camisa de cuadros que estallaba baja por su prominente barriga, barba de varios días, ojos tristes pero encendidos, y una sonrisa mellada que se alargaba por la elasticidad del licor. Con dos enormes manos callosas en el aire, me saludó, en euskera, porque horas antes nos habían presentado allí dentro. Nosotros nos fuimos y él se quedó, igual que se quedó su padre en Winnemucca a finales de los años veinte del siglo pasado. Con los Pirineos, como él mismo explicó, en el fondo de la pena. Me agarró del hombro, se puso a caminar hacia el norte, y me llevó con él. Se reía y yo no entendía todo lo que decía, pero caminaba y yo caminaba con él. "Your friends?", preguntó en inglés. De vuelta al hotel, le expliqué, aunque él ya asentía antes de que yo terminara de hablar. Un silencio, pero sin dejar de andar, la risa prolongada:"Gimme one of those zigs of you!" Y luego: "Sua?" Y yo le di fuego. Finalmente, me preguntó: "You dig country music?"

 

No sabría volver. Recuerdo que caminamos mucho, que, por un momento, seguimos el curso del río. Que hacía frío. El cielo estaba estrellado y los sonidos llegaban amortiguados. Recuerdo que en un callejón estrecho se paró una Dodge negra a nuestra altura y que a mí se me espesó el vaho al respirar con lo que duró el intervalo entre el descenso del cristal y el reconocimiento. Yo ya pensaba en la mañana siguiente, pero él siempre acertaba a estrangular el momento, agarrándome por el cuello y llamándome "herritar!", con cariño, prensando mis escápulas. Ya lamentaba el rodeo, el cigarro en la puerta. Ya me dolía la resaca y el arrepentimiento. Antes, incluso, de tenerlos. No sabría volver. No podía irme. Puede que si me apuras hasta me susurrara en silencio: "que tienes una hija, coño".

 

No me fui. A partir de aquí, no hay recuerdos nítidos. Supongo que después de una, dos, tres cervezas... tres, dos, un chupito de bourbon... la masa gris se acribilló, como un harnero de poros anchos. Recuerdo humo cuando entré, voces como acompasadas, madera y cabezas de reses disecadas. Luego recuerdo a la gente como si fueran una suerte de vaivén arrítmico, y yo en el medio del movimiento. El sudor y un caos acogedor, también recuerdo. Recuerdo ir al baño y que se acababa el ruido y había una ventana que daba a un callejón y por ella vi a dos vaqueros besándose detrás de un contenedor, o quizás no. Recuerdo más cosas, y otras que no sé si recuerdo. Ha pasado mucho tiempo pero a veces estoy en silencio y me aburro y llegan de repente, pero se mezclan con otros recuerdos, con los que probablemente no sucedieron, y he conseguido que me dé igual. Lo que recuerdo siempre lo recuerdo cierto, pero como en un cuento. Éste, por ejemplo.

 

Por ejemplo, recuerdo a una señora que vestía camisa de bordado floral, con el pelo cardado y oxigenado, una sonrisa hinchada y los ojos vidriosos, a la que llamo a veces Penny Lee y otras Mary Lynn y nunca Wynona, pero que no sé muy bien quién era ni por qué me sacó a bailar y me declaró imposible, no sin antes darme un cachete en la nalga zurda. Sé que una de sus amigas me dio un beso en la mejilla, después de hablarle de mi hija, mientras comíamos cacahuetes a puñados. "Cute", me dijo, antes del beso. Recuerdo que eché la pota detrás de la rocola, que brindé con un indio que sacó un libro de James Welch del bolsillo trasero del pantalón y me lo regaló. Todavía lo tengo. En la contraportada hay una dedicatoria. Pone: Fck You Iron Eyes Cody! Cogí una curda de la buena y no volví a ver al vaquero vasco, que me presentó a alguien cuando entramos y después se excusó para siempre. La banda que actuaba tenía un nombre muy largo. Le pedí un boli al camarero para apuntármelo en la palma de la mano. No me entraba. Risas. A la hora, ya no entendía lo que ponía. Más risas. Bailé, brindé, dije que sí con la cabeza cuando no sabía lo que me decían. Y finalmente salí de allí. Cuando ya no había dinero en mi cartera y la afluencia empezó a bajar. Busqué al vaquero y no le vi. Busqué a Wynona, que no era, y tampoco. Ni su amiga. Ni el indio. Ni el otro. Sin decirle adiós a nadie, me imagino, salí fuera a la calle y de alguna manera milagrosa encontré el camino de vuelta a mi hotel. No sé cómo ni por qué. Recuerdo un pequeño jardín junto a un aparcamiento, que estaba amaneciendo, que me senté un rato en un banco que resultó ser un mausoleo y alguien apareció de la nada para recordarme que lo primero era el respeto a los muertos, mientras su perro me ladraba a mí, que estaba vivo. Me metí dentro de un parking para conseguir que no me siguiera y dejarlo atrás. Tardé como media hora en encontrar la salida del aparcamiento, subiendo y bajando por las mismas rampas en curva, hasta que me di cuenta de que había una puerta que llevaba a un ascensor y que aquel aparcamiento era el aparcamiento de mi hotel. No fui directamente a mi habitación. Llamé con los nudillos en otra puerta. Con recelo, apareció la cabeza de mi compañero, ya vestido para bajar a desayunar. Me miró de arriba a abajo, me olió de izquierda a derecha: "¿Qué coño has hecho?" Sin miramientos, dije que no con la cabeza y balbuceé: "Déjame tu bañador." "¿Cómo?" "Déjame tu puto bañador, coño." Y luego me quedé dormido allí, en una hamaca junto a la ducha de la terraza, apelmazando la tela húmeda del calzón floreado.

 

Cuatro horas más tarde aparecí por el congreso. Una hora de paseo corto y refrescante y una arcada gigante al entrar al edificio. Llegaba en el momento en el que todos los asistentes andaban almorzando de pie, recorriendo el estrecho bufé de las mesas plegables que apiñaron en un recodo del pasillo. Todos conteniendo su inteligencia para no abusar de la trascendencia de sus conversaciones, mientras iban siguiendo una línea lenta, haciendo equilibrios con sus platos de plástico y tenedores de plástico y almas de plástico y sus bebidas efervescentes y su menú reconstituyente y equilibrado a base de pilas de brócoli crudo, cus-cus recalentado, pollo sin rebozar, patatas con apio, fusilis con queso, guisantes hervidos, pizza fría y sin gluten. Glub, hice, con la garganta. La descripción anterior muestra mi humor de resaca de entonces. Se me había vuelto el estómago como de terciopelo y tachuelas. Mi amigo el del bañador me vio venir por el pasillo y ya decía que no con la cabeza mientras a otro colega le daba con el codo y yo reptaba mi mirada por la moqueta trasegada. Media hora más tarde, con una botella de agua y rechazando comida por enésima vez, ya me habían sacado cánticos. No había hecho nada y ya corría la leyenda hasta por el rectorado. Aguanté estoico, racionando la información, evitando los detalles, envainando el sable. Cuando empezó la primera charla de la tarde, respiré aliviado. Elegí el sitio más alejado del mundo, aunque fuera solo del académico, y cogí una esquina al fondo de la sala, junto a la ventana, sin nadie a izquierda ni a derecha. La chica del estrado, nerviosa, hablaba de sus cosas, que eran, creo, algo sobre la representación de la maternidad en John Steinbeck o puede que no. Yo miraba más por la ventana que a su pizarra. Con la mano izquierda, me punzaba la sien, intentando arrancarme un clavo que, en realidad, era imaginario. Veía a los pájaros vacilar al tráfico abajo. Un tío cruzó la calle dando saltos y se le calló una docena de huevos sobre el arcén. Me estaba acercando al zaguán de la meditación zen: capaz de posponer las consecuencias físicas de la resaca, hábilmente abrazando el síncope amortiguado sin caer en la fase rem. De repente, en mi cabeza, que estaba allí como abandonada, como separada del resto del cuerpo, empecé a sonar una música. Mis labios, por inercia, comenzaron a tararear una canción. Primero fue una brumosa melodía, después recuperé una palabra, dos, otra me la inventé, lalala, y, al final, moviendo los labios y todo, tarareé torpemente el estribillo. Casi lo silbo en voz alta. Del pipol put-putin, pipol daun pasé al puttin' people down, puttin' people down y al final al verso completo: "But all the people who don't fit / They get the only fun they get / From people puttin' people down / People puttin' people down". 

 

Se me debió encender una sonrisa en la cara, porque al volverme, vi a alguno de espaldas sonriéndome con misericordia. La herida de la cabeza sanó de golpe, el clavo arrancado de cuajo, no me preguntes cómo. Cómo y qué, de quién y por qué tarareaba aquella canción, tampoco me lo preguntes. Por ahora, al menos. Tenía que recordarlo. La incógnita me obsesionó. Como cuando se llena una laguna, pero no de agua, si no de cosas que olvidaste y hubieses preferido que siguieran secas. Intenté hacer el menos ruido posible cuando me levanté, pegado a la pared, y salí por la puerta de la sala, junto a la tarima de la ponente, sonriendo al respetable, que alguno en aquel instante ya había abandonado el interés por Steinbeck y todo lo demás. Fui con prisa al baño porque me meaba y porque sabía que había una ventana que daba a una terraza interior y desde allí se iba a unas escaleras de hierro que daban a un techo bajo de grijo molido que, en la otra punta, dejaba ver toda la calle y las montañas muy al fondo. Todo esto me lo había enseñado el primer día de congreso una chica que ahora hacía el doctorado en UNLV y que además de fumar, hablaba castellano en sus ratos libres. La chica conocía el truco porque a ella se lo había enseñado un auxiliar de mantenimiento con el que se enrolló mientras se licenciaba en Reno. Siempre hablaba como si acabara de superar un cáncer o algo así y estuviera de vuelta de todo. Si decías algo gracioso, hacía una mueca. Mi amigo decía que era aviesa. Pero estoy seguro de que se la ponía tiesa y que no sabía qué significaba aquella palabra. Tenía 25 años, me contó fumando, y estaba casada. Se fue el día antes del congreso porque, según me dijo, a su marido le operaban de una hernia. Podía haber sido la hija de Mary Penny o Lee Lynn, pero no Wynona. Había puesto dos viejas cajas de leche apostadas detrás de una pared para fumar sentada mirando la sierra nevada. Es su nombre, pero también era octubre, casi noviembre, así que estaban así y les he quitado la mayúscula. De tararear la canción, pasé a recordar la conversación. Agité y agité hasta que, como cae la última moneda por la ranura ceñida de una hucha, apareció el recuerdo. 

 

Volvía a la noche anterior. No sabía muy bien quién era, cualquiera que estuviera en el bar, un amigo de alguien que alguien me habría presentado antes, pero fuera quién fuera me invitó a una (otra) cerveza, me preguntó de dónde era y que qué hacía con menos Wynona, lo que sea, llamémosla Mary Lee, o Penny Lynn. Y de ahí a John Prine. Pero antes de Prine, vino la historia. Aquel tío me contó quién era ella, la señora que seguía yendo de mesa en mesa, hablando con todo el mundo, sacando a quién se dejaba a la pista de baile, y tenía la historia ese aire a que me lo han contado antes o lo he visto en algún telefilm. Tenía que ver con algo así como ser la animadora principal de un instituto como el de Hickory en Hoosiers, por lo que recuerdo, y acabar vilipendiada porque se enamoró de alguien casado, se quedó sin ir a la universidad, en la granja, abusó de ella su padrastro, acabó yéndose a un pueblo más grande veinte kilómetros al norte, trabajando en el restaurante de una gasolinera, con dos mellizas y sin padre, que se fue un día con una cajera del Wal-Mart, y ella no podía pagar el alquiler, cogió una habitación en un motel y después vendió su anillo de casada para comprar un Ford Taurus de segunda mano y conducir hasta Reno. Encontró trabajo de camarera en el Steak House de Harrah's, con doble turno en un almacén de lacas. Y de ahí a conocer a Wallace y ahora una de las hijas es enfermera y todo. A veces canta aquí, recordé que me dijo. Algo así me dijo. Me lo dijo. Mientras yo miraba a aquella señora bailar, y luego le miraba a él, y luego empezaba directamente a olvidar lo que me había dicho, porque ya me lo había bebido, porque mejor era mirar al vórtice oscuro del cuello de la botella y preguntarme con coña: "¿Me estará tomando el pelo o será una canción de Dolly Parton?" No me atrevía a preguntarlo, claro. Se me caían los párpados. La música que cambiaron en la rocola era una buena disculpa para cerrarlos un rato. Bajó la velocidad, se coaguló el tono, tornó el silencio de mi compañero y yo decía que sí con la cabeza, movía los labios torpemente, y apuntaba con el dedo al techo de donde decidí que venía, como caída del cielo, la canción: "Who's this, you said?" Sin girarse ni prestarme atención, murmuró: "Didn't say a'thing, me, but John Prine, boy."

 

Pittin daun, shit, pip, puffttin' pipol down, down... mmm

 

Prine, la Sierra, una grieta en mi memoria; Wynona, Wallace, y esa extraña sensación postiza de alegría y remordimiento. Miré el reloj en la pantalla del móvil. Calculé la diferencia horaria. Busqué su contacto y la llamé. Cuando descolgó, su voz sonó como si se estuviera poniendo el sol, como si los dos nos estuviéramos reflejando en la silueta de aquella cordillera. 

 

- ¿Qué tal, cariño? 

- ...

- ¿Cómo está la niña?

 

No volví a aquel bar. Ni al Santa Fe. Aquella noche cenamos pronto en el Hash House A Go Go. Una torre de bacon, o algo así, sobre un gofre con caramelo. O algo de eso. En la sobremesa, mi amigo, al final, me preguntó:

 

- ¿Dónde me has dejado el bañador?

- Está colgado en el balcón, tranqui. 

- ¿Qué hiciste anoche, tío?

- Buff

- ¿Con quién te quedaste?

- Con nadie, me junté con el tío que conocimos en el Santa Fe, el vasco de los Pirineos. Me llevó a ver un bolo de música country.

- ¿Country?

- Country, tú. 

- Country ¿tú?

- Pues sí, y vaya cebollón. 

 

Al otro lado, le preguntaron algo, y me abandonó. Me afané en remover mi café, negro como mis recuerdos. Volvió al poco:

 

- Country...

- Sí, tío. 

- Ya te vale, que eres padre.

- Y qué, joder.

- Nada, tranqui. 

- ... Oye, ¿tú te cuerdas de cómo se llamaba aquel tío?

- ¿Quién?

- El vasco, el del Santa Fe. 

- ¿A mí me preguntas?, ¿no te fuiste tú de fiesta con él? Manda...

- ... No me acuerdo, no sé si me lo dijo. 

- En fin. 

- ...

- Recuerda que mañana el avión sale temprano. Compartimos taxi con el tío este de Málaga, ¿vale?

- Sí... Oye, ¿tú sabes quién es John Prine?

- Sí, claro, de los Prine de toda la vida, qué coño voy a saber. ¿Es un cantante de country? Pregúntale al camarero. 

 

Se habían estado riendo de él, de su corbata de bolo, de su aspecto servicial pero sospechoso, durante todo el servicio. Para ellos, era una especie de Henry Dean Stanton con algo más de conversación. Pero no le pregunté. Me excusé ante la mesa para ir al baño y salí fuera a fumar en la puerta. No volví a entrar. Cuando vi pasar a dos jóvenes que se reían, cargando con mochilas y compartiendo un cigarro, no sé por qué, les seguí un rato, hasta que me perdí, y deambulé, pensando en esto, en aquello, en ella y en él, hasta que acabé cerca del Truckee. Cuando me quise dar cuenta eran las ocho de la tarde y había vuelto a alejarme del hotel. Estaba enfrente de otro, del antiguo Hotel El Cortez. Me senté en las escaleras de un portal y fumé en silencio, intentando pensar cómo volver a mi habitación sin hacer millas a lo tonto. Otro lo hubiera hecho antes, pero yo siempre me entretengo. Crucé la carretera y subí hasta la esquina de Arlington Avenue. Y allí estuve observando la fachada del antiguo El Cortez, como si en aquella simetría de ventanas de aluminio y ladrillo caravista fuera a descubrir una revelación, algo concreto sobre todo lo que había pasado en un par de días, sobre lo que pasaría en los que me quedaban de recuento. Estaba mirando la fachada, la entrada de terracota, recorriendo con la mirada sus volutas art deco, cuando alguien me palmeó ligeramente en el hombro y me giré y allí estaba el vaquero vasco con dos bolsas de plástico amarillas llenas de verdura y lácteos. Su sonrisa enorme estaba intacta. Llevaba la misma ropa, con el stetson bien atornillado:

 

- Polita, eh?

 

Apuntó con la barbilla hacia el hotel. Y sin sorprenderme, yo también me volví hacia allí:

 

- Bai. 

 

Mientras me giraba, lo reconozco, estaba imaginándome que a quien me iba a encontrarme era a Penny Mary o Lynn Lee, pero nunca Wynona. Levantó una bolsa, como pidiendo ayuda, y yo cargué con ella. Me dijo que tenía el coche aparcado a dos manzanas de allí. Y, como la noche anterior, yo seguí sus pasos sin resistencia. A la altura de la iglesia de Santo Tomás de Aquino, sin embargo, me paré en seco. Iba hablando de no sé qué, de no sé quién, y de repente, pensé que no me importaba, que no quería seguir convirtiendo en personajes a aquellas personas. Me paré y le sonreí. 

 

- Sorry but I have to go back to the hotel. I have an early flight tomorrow. 

- Back to the Pyrennees?

- Sort of. Anyway. Nice to meet you. I had fun last night. 

- You married?

 

Ahora sí que me sorprendió. No contesté a la primera. Me di cuenta de que aún sostenía la bolsa. Repitió:

 

- Ezkondua?

- No, but I live with my girlfriend and my daughter. 

- Nice. Excited about goin' back then, I reckon. 

- I am. 

- Me too. 

- To the Basque Country?

- No, man. 

 

Su risa. Toda la basílica tembló. 

 

- Etxera. Wynona will be waiting in the farm. We are cookin' a nice meal tonight. Anniversary. 

 

Levanté la cabeza de golpe, la sorpresa en la cara, supongo. Ahora sonreía yo. De oreja a oreja. Dije que sí con la cabeza. Me vi los pies sobre el asfalto. Bajo el asfalto, la tierra. Bajo la tierra, la corteza. A veces, puedes tener la certeza de que las cosas que te afectan solo tú las conviertes en lo que no son. Sonreí otra vez más e intenté recordar aquel nombre que no había usado hasta entonces: 

 

- It was good to get to meet you... Wallace. 

- It was. 

 

Otra sonrisa. Me di media vuelta. Me giré y me puse a caminar de vuelta hacia donde el sol apuraba su turno, trepando, jugando sobre los dientes blancos del parapeto de El Cortez. Una vez, leí, fue el edificio más alto de Reno. Le oí gritar sin moverse:

 

- Don't forget to play your daughter some Prine from time to time! 

 

Y sin girarme dije que sí con la cabeza, levanté un brazo hacia arriba, y, no sé por qué, dibujé unos cuernos. Ya no se me borró la sonrisa ni en el control de aduanas.

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