Nuevas acepciones de la palabra ruido



No sé querían ir. O esa impresión dieron. Repitieron dos canciones de la docena que tenían en lista. Creo que fueron "Declaración de principios" y "Siempre hay". La primera la repitieron porque el bis se lo fundieron sin que el público lo pidiera y ya no tenían más, así que tocó repetir. Antes, de colofón, cerraron el concierto con la que, precisamente, estaba pensada para sofocar las ansias de más; una que, según ellos mismos, tocaban por primera vez. Se titulaba "De Barakaldo", al parecer, e iba de eso. Alguno por mi lado acabó repitiendo el estribillo como si fuera un mantra porque la canción se pega y se suma a toda esa colección de himnos profanos y sin pliegues que han caracterizado a la música de nuestro pueblo. La segunda que repitieron lo hicieron porque nadie se movía y porque ellos tampoco parecían querer hacerlo. Magaña, Sergio, uno de los guitarristas, se la había perdido cuando la tocaron al principio. Entre qué le pasa a este pedal, dónde está el otro, no me escucho, espera que afino... sus compañeros se tocaron la pieza entera sin que a él le diera tiempo de arrancarse. Se resarció a la segunda y, esta vez sí, así se terminó el bolo. Casi de la misma, ya estaban recogiendo el chiringuito y el bar se despobló. Se apagó El Ruido y vuelta a Reigning Sound, que pinchaba Patxi. 

Hubo llenazo. Un poco inesperado, la verdad. Cuando llegué yo me tocó el número 4. Y no llegaba puntual. Poco a poco, se fue inflamando la cosa y ya con el bolo en marcha, como dicen que entra la peña a San Mamés, la cosa se petó que aquello parecía el cruce de Shibuya. No es de extrañar que la banda arrastrara público. Son gente con currículo, con bagaje y con buena (o mala de la buena) reputación. Yo me apreté contra la pared y ahí estuve atento. Yendo de uno a otro guitarrista, pillándole el perfil al cantante, viendo de frente a una bajista que empuñaba un instrumento que me recordó, por los colores, supongo, al Ford Torino que derrapaban Starky y Hutch... Al batería lo veía de reojo, pero lo oía con creces, vaya guantadas a los parches y pisotones al bombo que, a veces, sonaba como la somachigún del Pazos. Y entre demostrar mi escaso conocimiento cinematográfico, mi peor sentido del humor y contaros lo que yo veía, ya os he dicho cómo se conforma la banda en cuestión, cuyo nombre escondí antes por ahí aunque lo pusiera en negrita. El Ruido son base rítmica de bajo y batería bien conjuntados, cantante sin instrumento (aunque llegó al bar con una de esas bocinas de barco que, por fortuna, no utilizó dentro) y dos guitarristas, uno en cada esquina y cada uno de su madre y de su padre porque en el contraste entre ambos gana bastante esta banda.

Entre los cinco, se dieron un concierto conciso y compacto en el que tocaron más de media docena de canciones porque, como hemos dicho, repitieron. Tuvimos nuestras preferidas, pero no las confesaremos aquí. Fueron del perfil más blusero al arrebato más punkarra sin abandonar nunca la ruta del rock and roll más clásico y urbanita. Tienen cuajo y compostura y no hicieron versiones, hasta donde yo pude adivinar, lo que es sorprendente y encomiable en un nuevo proyecto. Las canciones tienen fondo. Las letras eran explícitas e iban de lo universal a lo concreto, del alegato contra la modorra a la crisis del astillero, sin ambages ni postureo. Con soltura se mostró el cantante, siempre a ras de público y empuñando el micrófono como si empinara el botijo, yendo de menos a más, sin mucho registro pero con nervio y rasmia. Los guitarristas, como decía, se compenetraban hasta para disentir en la figura. Uno de pie y con la espalda bien recta, rodilla flexionada y brazo atrás con cada sobada sobre las cuerdas, al más puro estilo del heavy clásico que para eso llevaba camiseta de Thin Lizzy. El otro sentado en una banqueta, junto a la barra, dedicado a los punteos y a los riffs más marcados, pasaba del plañido del arte de los doce compases a otras progresiones más modernas sin dejar de sacarle persuasión a su instrumento. Un par de canciones, no me acuerdo cuales, las abrió con una combinación breve que luego daba pena que no la recuperara a lo largo de la canción. Los dos juntos, con sus estilos dispares, le dan matices muy ricos a unas canciones que, por otra parte, esa es mi impresión, por lo menos, están tan hundidas y enraizadas en el bajo y la batería que no podrían ser sin ellos dos. Los dos también contrastan y para bien: batería contundente y enérgico y bajista sutil y de dedos ágiles que pulía bien las progresiones. En resumen, buen trabajo en equipo, aunando diferencias en beneficio del conjunto, un ramillete de canciones que cumplieron con el estándar pero que, además, traen de postre gamas más originales. 

Juro que es todo más sencillo de lo que parece y mucho más divertido, que leído lo que acabo de decir suena a tesis doctoral sobre exégesis bíblica y no es así. Mostraron sentido del humor, lanzaron chascarrillos, el público se los devolvió y, además, tuvieron paciencia y de la santa, y no solo por los problemas técnicos, que había que ver al guitarrista en la banqueta, sin decir ni mu ni un gesto de quejío, mientras el pobre hacía los punteos medio torcido para apartar el mástil y que la peña pudiera pedir refrigerios varios en barra. Explicaron que lo del nombre de la banda viene de cuando tu ama te gritaba a través de la puerta que bajaras el volumen de ese ruido infernal que retumbaba en tu habitación. Está bien eso, cambiarle el significado a las palabras. Que el ruido ya no sea, como dice la Comisión Europea, esos sonidos con carácter afectivo desagradable por las molestias, fatiga, perturbación o dolor que producen. En El Tubo, el viernes pasado, el carácter afectivo fue agradable y la única fatiga se sentía en el cuello de estirarlo para ver algo. 

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