De mal humor



Un chiste fácil sería: me gusta la mortadela, pero más el rock and roll. Dame riff y dime tonto, de postre. 

Hoy venía en prensa: ya lo habíamos perdido pero ahora nos lo entierran. El Umore Ona ha sido traspasado y se convertirá en una charcutería. Jamones Claudio ampliará negocio, que están en su derecho y no tienen culpa ni cohecho en esto. Pena sigue dando, de todas formas.

En mi pueblo, sabemos de esto, lo hemos vivido antes. De escuchar en directo a Last Fair Deal en el Victoria, pasamos a pasear por delante del escaparate de una de estas tiendas tan de moda (y tan sorprendentemente rentables, al parecer) donde se pintan o se tunean, no sé exactamente lo que hacen, las regiones discales de los dedos de las manos. Donde antes estaba el Ipotx, ahora hay una vivienda, y lo mismo pasó con el C-Mento. Compran oro en La Cosa y se juega a las tragaperras en una Katrena donde antes se celebraba la última noche del año con conciertos de Mentes Enfermas (o algo así, que no me da la memoria para recordarlo todo). El Patio es una cafetería. El Mellid, lo mismo. Hay más, hubo más casos. Para muchos de nosotros, los bares, si podrían apilarse en una balda, ocuparían tanto espacio como los libros, los vinilos, las películas y las casetes que nos han ido puliendo el ego y definiendo el yo. En los bares, aprendimos a socializarnos y aprendimos qué demonios significa socializar.

Aún nos quedan algunos, al menos, que si no fuera por ellos, y eso que cada día los frecuento menos, andaríamos como Casey Affleck y Matt Damon en Gerry, perdidos en el desierto. 

Lo que yo diga del Umore Ona no va a ser muy sustancioso ni conmovedor. Hay gente que habrá frecuentado el local mucho más que yo (muchísimo, de hecho, porque yo iba más de vez que en cuando); incluso gente hoy en día mediática que, precisamente, forman parte de mis recuerdos de ese bar. Tengo más: de fiestas de Bilbao (de cuando existía la Plaza del Gas y era parada obligatoria camino de Iturribide, alejándonos de txoznas), los compañeros de un viejo curro que no echo de menos (a ellos sí), las noches largas tras venir de ver música en directo (especialmente, recuerdo una después de un concierto de Gigatrón, fíjate tú qué cosas y yo con estos pelos), las primeras salidas púberes por la capital (cuando aquello era como ser un nerd y visitar el museo de ciencias naturales), conciertos en petit comité (creo que Toro y la Niña del Frenesí fueron los últimos)... Repito, no he sido un asiduo ni un parroquiano que pueda ahora lamentar una pérdida irreparable, así que no me voy a poner trágico ni dramático, que suelo pecar de ello... pero pena da, sigue dando.

Algunos puede que opinen que esta conmoción es de lo fúnebre hasta aparatosa. Que hay que aprender a envejecer o crecer o madurar o progresar o llámalo equis, pero que los tiempos cambian y no van a estar siempre abiertas las mismas tascas, y que es bueno que abran un Starbucks, y que viva la alegría que se puede empaquetar y enviar a casa por correo franqueado en un dron. Pues... 

No siempre va a estar abierto el Mieza con sus quinielas escritas con tiza sobre la pizarra, dirán algunos, no podía seguir siendo el Cortijo lo que era, no saben tan distintos los champis de antes a los de ahora y ahora ya no se pueden poner pinchos de sangre frita, criadillas y cosas así. Todos esos son recuerdos que no me pertenecen a mí, son de una generación anterior, y algunos dirán que ahora nos toca a nosotros, y no van a poder estar siempre los mismos bares pinchando la misma música con los mismos tíos acodados en las mismas esquinas y los mismos dueños taciturnos sirviéndote a la misma hora, que ni tú vas a seguir yendo de la misma manera. Pues... Solo en lo último creo que esos algunos tendrían razón. En lo otro, me resisto, porque de tonto tengo mucho y de sensiblero se ve que más. 

Pero la pérdida es universal. Echar de menos es un ejercicio tan vital y ordinario como respirar. Nos toca ahora y nos seguirá tocando hasta el final. Eso sí: aguantar, resistir, celebrar y recordar, eso también forma parte del mismo litigio en el que estamos enredados. Vivir, creo que se le puede llamar.

Al final, me he puesto a hablar, como siempre me pasa, y no he dicho nada. Tengo una imagen clavada del Umore Ona. Sentados fuera, los tres (E, I y Muá), viendo a las chicas que, sin pudor ninguno, se ponían a mear en la persiana del negocio cerrado de enfrente. Fiestas de Bilbao 2014. Pero me he empeñado en rescatar un recuerdo mejor. Un recuerdo con el que, en una ocasión, escribí un cuento. Lo mandé a un concurso. No ganó. Mejor. Contaba el cuento la historia de dos colegas que quedaban para pasarse unos apuntes en una soleada mañana de septiembre, junto a la iglesia de San Nicolás. Se sentaban en el Arenal a compartir un cigarrillo de la risa y se contaban las historias del verano. Cuando iban a despedirse, uno de los colegas le contaba al otro, de golpe y sin esperarlo, que en agosto se había enrollado con una exnovia del anterior. El resto del cuento contaba las copas que se tomaban para rebajar la tensión y calcificar la ostia que le soltaba el ex al amante veraniego. Acababan en el Umore Ona, después de quince páginas de mierda filosófica y muy viril (male bonding en plan Juego de Tronos), celebrando a lingotazos que eran unos colegas que te cagas para toda la puta vida, chaval. Normal que no ganara. Normal que no sepa dónde coño está la copia digital de ese cuento, porque igual hace tiempo que lo envié a la papelera. "Intentando olvidarte... o perdonarte", como decía Keanu Reeves en aquella película. Pero, volviendo al tema, lo que sí recuerdo es cuándo se me ocurrió escribir aquel cuento. Y estaba en el Umore Ona cuando ocurrió. Y estaba con un amigo. Y era Septiembre. Sin embargo, él no podía haberse enrollado con una  de mis exnovias porque esa categoría no existía, porque yo era un adolescente voluminoso al que las chicas confundían con las columnas del bar. No fue una noche especial. No puedo contar nada extraordinario. Pero me quedé pensativo un momento, se me ocurrió escribir el cuento horroroso y me sentí distinto, especial, genuina y patéticamente único. Luego, sí, ya lo he dicho, el cuento fue una mierda y seguro que la resaca, un infierno. Y con el tiempo me di cuenta que de distinto, especial y único tengo lo mismo que todas las personas distintas, especiales y únicas de este mundo. Pero, en cualquier caso, ocurrió, y el Umore Ona permaneció, para siempre, como uno de esos lugares donde parece que uno dejó enterrado un pedazo de las miserias y genios que revelan quién eres o, incluso, quién pudiste ser. 

Algunos dirán que sigo escribiendo unos truños como puños, y tendrán toda la razón, pero no va a poder ser siempre así. 


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