Con piano de cola y todo




(Si esta no es mi crónica más extraña, no quiero que me predigan el futuro)

Como telonero, ha actuado James Robertson. Robertson es un renocido escritor de novelas y poeta escocés que llegó a ser durante tres días poet-in-residence (no creo que haya traducción al castellano, ni que exista la figura, vendría a ser un tipo de reconocimiento remunerado a un artista) del recién estrenado, por entonces, Parlamento escocés. Robertson publicará en breve el resultado de su ambicioso proyecto 365, precisamente los días que se tiró, seguidos, publicando en internet, cada uno de ellos, un relato distinto pero todos de 365 palabras. No ha cantado, aunque ha recitado un poema en escocés que ha rapeado y ha contado una anécdota curiosa de la primera vez que estuvo en Kosiçe, veinte años atrás, según ha explicado, cuando terminó en una taberna local compitiendo por ver quién era más patriótico, si un escocés como él que no sabía explicar por qué su país no era independiente y un eslovaco eufórico por su recién estrenada escisión. La competición estuvo regada de un licor autóctono, pero se disputó a base de canciones folclóricas de ánimo patriótico y, al parecer, el eslovaco salió vencedor.
Más allá de la prosodia y la musicalidad del verso, no ha tenido mucho más de lírico un recital que ha dejado a la gente contenta y a James Robertson apurado porque se le ha echado el tiempo encima. 

El plato fuerte del día ha sido la actuación de la orquesta de cuerda Musica Iuvenalis, bajo la dirección del maestro Igor Dohovic, con la actuación de Katja Trofymovych al piano y las voces de la soprano Lucia Knoteková y el barítono Marián Lukáç. Y todo en el coqueto teatro que sirve de sede a la Filarmónica de Kosiçe. 

Hasta donde yo puedo llegar, contaré que la orquesta ha estado compuesta por cuatro violonchelos, un buen puñado de violines, uno de ellos en manos del director de la orquesta, Igor Dohovic, y un contrabajo que tocaba un hombre que doblaba en edad al resto de los músicos. Si había violas, yo no he sabido distinguirlas, y si había alguien de la misma generación que el contrabajo, lo dudo. Todos los músicos eran jóvenes imberbes (alguno si que se recortaba perilla, pero se entiende la expresión exagerada), de perfiles pálidos, espaldas muy tiesas, gestos serios y con el oficio bien conocido a pesar de su tierna edad. De hecho, aún no había ni empezado su actuación James Robertson, cuando apareció por un costado un joven vestido en pantalones cortos de cuadros azulados, con cara de despistado, y se puso a afinar su violín junto al piano que ya estaba colocado sobre el escenario, igual que los atriles para las partituras. Tocó dos teclas del piano de cola e hizo lo mismo con las de su violín: ya está, afinado, y de la misma se marchó como si nunca hubiera estado. Cuando ha empezado el concierto, no me ha costado ubicarlo y ver que era uno de los violines principales, el que más cerca estaba del director. 

La joven orquesta ha comenzado tocando una pieza del compositor barroco británico Henry Purcell, quizás creyendo que una audiencia donde los anglófilos y anglófonos abundaban sabría apreciarlo. "Festival Rondeau" me ha sonado extrañamente lacónica, y he acabado imaginándome que alguien caminaba por una pradera nevada, en una noche cerrada, sin prisa por llegar a ningún lado. Han seguido con la pieza "Concerto Grosso", compuesta por otro compositor barroco, el violinista italiano Arcángelo Corelli, que, para alguien como yo, que es un profano en estos temas, e incluso, en realidad, un extranjero al que no le apetece, la verdad, pasar de la categoría de turista, ha resultado extremadamente intensa y técnica, repleta de contrastes entre los violines principales y los del fondo, con continuas variaciones, donde lo más sugerente ha sido la forma tan diáfana con la que sujetaban las notas sobre el diapasón, como si una corriente de aire se enredara sobre la voluta y mantuviera los violines en el aire. Han continuado con un clásico, el aria de Giulio Caccini "Ave María", con la aparición de la soprano Lucia Knoteková, vestida elegante para la ocasión, quien no ha tenido culpa alguna de que yo me haya acordado de David Bisbal y me haya dedicado a fijarme en cómo se aburría una ociosa pianista que esperaba su turno mientras mentalmente parecía hacer la lista de la compra. La siguiente pieza ha sido el "Andante Festivo" del finlandés Jean Sibelius, con su aire de himno y el contrabajo frotado con el arco. Sin posibilidad de descanso, pero con una buena ración de aplausos en cada intervalo entre canción y canción, a Sibelius le ha seguido un "Intermezzo" de Pietro Mascagni que ha sonado epopéyico y con el que ha empezado a despertarse nuestra expectante pianista. Seguido, ha llegado uno de los momentos más aplaudidos de la noche, cuando el barítono Marián Lukáç se ha apuntado a la fiesta para cantar el "Caruso" de Lucio Dalla, quien precisamente compuso esta canción en los años ochenta como homenaje a Enrico Caruso, el famoso tenor italiano. Obtuso como soy, eso sí, mientras Lukáç permanecía recio e inmóvil, dejando que su voz llenara la sala repitiendo aquello de "te voglio bene assaje, ma tanto tanto bene sai" (te amo tanto, tanto tú sabes), yo no he conseguido dejar de repetir en mi cabeza aquello de "no quieras tanto y quiéreme mejor", que creo que también lo cantó Malevaje, pero a mí me lo ha cedido Porco Bravo. Tras esta canción, mucho más moderna, el concierto ha dado un giro hacia composiciones contemporáneas y algo alejadas del canon más purista. La joven orquesta ha enlazado dos seguidas de Ennio Morricone. Primero, la pieza principal de El Padrino, que ha sonado tan inquietante y fascinante como lo hacía acompañada de imágenes. Después, Lucia Knoteková ha vuelto al escenario para cantar una canción del oeste, del oeste de Sergio Leone, porque la orquesta Musica Iuvenalis había elegido para su repertorio una de las canciones que Morricone compuso para Céra una volta il West, o como diríamos nosotros, Érase una vez el Oeste, ya sabes, aquella en la que Charles Bronson perseguía a Henry Fonda y Claudia Cardinale salía de un burdel con una herencia millonaria. De aquí, al final, han sonado dos piezas del compositor checo Karel Svoboda, fallecido en 2007, y conocido por ser quien compuso el tema principal para los dibujos de "La Abeja Maya". Pero el de Praga también es conocido por estos lares porque escribió muchos de los éxitos de una de las grandes figuras del pop checo, Karel Gott. Quizás por eso, las dos canciones que la orquesta ha tocado han sonado poperas, más cerca de un Sufjan Stevens sin recato que de los primeros barrocos a los que dedicaron el comienzo del concierto. La segunda de Svoboda, al parecer, forma parte del musical Drácula y "I Know You Are with Me" se ha convertido en la oportunidad de oír en directo a barítono y soprano compartiendo micrófono y eco. Entre medias de estas dos, la orquesta ha disfrutado tanto como el público con una brevísima "Pirates of the Caribbean", compuesta para la película por el joven Klaus Badelt. Quizás haya sido el tema resuelto con más rasmia y soltura, en el que se ha notado más laxos y redimidos a unos jóvenes que con los arcos en punta, frotando las cuerdas con alegría, han sonado convincentes y vehementes. Igual que han sonado cuando cerraban el concierto con un Carlos Gardel que llenaba la sala de olor a rocío y sabor a aguardiente. El tango en esas cuerdas ha sonado tan liberador que la cosa ha desvariado hasta acabar en una invitación a subirse al escenario a alguien que ha hecho lo que ha podido para imitar a un director de orquesta mientras la audiencia interrumpía el tango con aplausos y risas y los violines jugueteaban pausas bromistas. Lástima, porque yo estaba disfrutando a Gardel y de hecho ya andaba tarareándolo en mi cabeza. 

Durante todo el concierto, yo he permanecido quieto, curioso y observador, en ocasiones incómodo, pero siempre abierto y receptivo, intentando disfrutar con una forma de hacer música que no es precisamente la que a mí me enerva y me arrebata. 
Todo es ritmo. El patrón de pausa y caña que tanto usaba Kurt Cobain también lo he visto hoy entre cellos y violines. Todo es energía y electricidad. Quizás, haya algo que tiene que ver más con cuestiones ajenas a las notas y la resonancia que hace que mi cadera y mi cabeza prefieran las guitarras amplificadas y las baterías con compases pares. Quizás tenga que ver con quién soy, de dónde vengo, qué quiero gritar y qué quiero que me griten. No lo sé. Mientras tocaban, me inventaba la vida privada de la pianista, las farras en la discoteca del violinista de perilla, el rollo que tuvo la violonchelista con el nieto del contrabajo. Me imaginaba que alguno de ellos llevaba camisetas de Black Sabbath debajo de la camisa blanca abotonada hasta el cuello. Es deformación profesional, enfermedad vocacional, pero, por qué no. No lo sé. Tampoco lo sé. Lo que sé es que sí que he sentido durante el concierto que echaba de menos algo de nervio, más locura, la rabia testosterónica de la adolescencia, aunque fuera. Todo me ha parecido demasiado limpio, sofisticado y virtuoso. Me han incomodado las aparentes jerarquías que parecen dibujarse sobre el escenario, los protocolos y la estudiada solemnidad que parece acompañar a cada gesto. Pero quizás esto sucede porque yo estoy secuestrado por el rock and roll, quién sabe.

No ha estado mal la experiencia. Ahora, por favor, que alguien me ponga un peavey delante que me lo enchufo a las venas. ¡Necesito hacer cuernos ya! Mañana me levanto temprano y me acerco a la obra de la esquina, donde hay un obrero eslovaco que ayer se pasó el día escuchando a Superchunk. Si tengo tiempo, pillo antes unas cervezas en el Billa y me hago amigo de él. La lonja no la alicatan mañana, pero él y yo nos bailamos rock en la cripta como está mandao.

Posdata: foto encontrada en el buscador de google y aparentemente proviene de kosicezapad.sk.

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