De la mermelada a la macedonia


   Cómo llegué a Pearl Jam es aún un misterio. La música, o la música que me gusta ahora, no me llegó por herencia familiar. He heredado música de mis padres, claro, como todo el mundo, pero no se parece en nada a lo que escucho ahora. Tampoco tuve nada parecido a un mentor, un hermano mayor, algún adulto al que adorar y que supiera dirigirme el gusto con sumo cuidado. Nada de eso. Fui de aquí para allá, con una querencia evidente, pero un poco en zig zag.
   En la cuadrilla que tenía cuando iba al instituto, la música era poco más que el ruido de fondo que te obligaba a gritar más alto cuando intentabas entrarle a una tía en el pub. Como en todos (o casi todos) los grupos de amigos que nacen en la adolescencia, a cierta altura, hubo una mitosis, se fraccionó el grupo. Y fue por razones tan trascendentales y justificadas como los hábitos de ocio, el consumo de estupefacientes, las estrategias de apareamiento y, por supuesto, la música. Mientras a unos les importaba un comino, a otros comenzó a resultarnos fundamental. Sin embargo, incluso cuando aquel núcleo afectivo, aquel círculo de incuestionables energías de influjo y ascendencia se hizo tan pequeño que parecía obligado compartir los mismos gustos y opiniones, incluso entonces, si me remonto hasta entonces, no encuentro las razones exactas para explicar cómo o por qué me acerqué a Pearl Jam. En aquel reducido grupo, Iron Maiden era a la música popular lo que Albert Einstein a la física, Metallica se desinflaba, Eskorbuto era pura literatura, Kortatu una civilización perdida y cuando había que recurrir a los clásicos, se escuchaba a Leño. Nos pasábamos el verano de pueblo en pueblo, de barrio en barrio, viendo en conciertos gratuitos a gente que habíamos visto cien veces antes, peña como Los Suaves, Parabellum, SA, La Polla, Etsaiak, Su ta Gar, MCD, Reincidentes, Gris Perla... Cogíamos el coche para ir a un barrio de Alonsotegui y ver en concierto a Boikot, o íbamos andando por el borde de la ría hasta llegar a lo más alto de una villa costera y volver a ver al Evaristo sacudirse los gargajos a manotazos. Uno de los nuestros pagó por primera vez para ver un concierto y pagó por ver a Gigatrón. Nos gritábamos cosas como ¡Mydyingbride! cuando nos veíamos de acera a acera, y buscábamos los rincones más oscuros de los bares para hacer guitarreos aéreos mientras escuchábamos a Led Zeppelin.
   De ahí, no podía salir Pearl Jam. Estaba más cerca Nirvana, pero, probablemente, me repelía que algunas chicas llevaran a Kurt Cobain en la carpeta. No podía salir, pero salió. No sé cómo llegué, pero llegué. Llegué porque llegó el momento en el que el círculo se me quedó pequeño. Tenía un estrecho agujero en la pared por el que metí la cabeza y lo que vi me gustó. No podía quedarme el resto de mi vida recurriendo a las mismas guitarras, con los mismos accesos de falsete y el doble bombo retumbándome en la cabeza. Por las noches, se me aparecía James Hetfield en sueños y apretaba los dientes tan cerca de mi cara que me orinaba encima. Así que cogí una mochila y me marché de aventura, y en algún momento me metí donde no debía y llegué a Pearl Jam. Y a muchos sitios más. Ya no había vuelta atrás. Desde allí, llegué a la perdición en la que vivo hoy, hoy que soy capaz de pasar de The Misfits a Django Django, de Los Bichos a Javier Krahe, sin ningún tipo de pudor: de la mermelada de perlas a la macedonia de ritmos, sin importarme si desayuno o ceno.
   El primer recuerdo que guardo es de una clase de inglés en el instituto. Cuando estaba en el colegio, una profesora que se aburría y no tenía nada mejor que decirle, le comentó a mi madre que se me daban bien los idiomas, así que casi no tuve uso de razón y ya estaba apuntado a clases particulares de la lengua materna de Dave Alvin. Cuando llegué al instituto, tenía más nivel que mis compañeros y compañeras y eso, en lugar de invitarme al lucimiento y la soberbia, me tentaba de otra manera: me amodorraba en clase, me afanaba para pasar desapercibido; terminaba los exámenes en veinte minutos y me dedicaba a hacer dibujos en la paleta de la silla para no ser el primero en entregarlo. Siempre sacaba un cinco. Pero aquel año, a una profesora de cuyo nombre no quiero acordarme (en realidad, no puedo porque no me acuerdo), se le ocurrió que ya teníamos edad y recorrido para salir a la tarima y hablar durante cinco minutos en un idioma que a la mayoría de mis compañeros (y compañeras) les prensaba la glotis. Aquello era nuevo y yo, que dormitaba al fondo de la clase, cansado ya de malgastar el lapiz en la pared y mi imaginación en la observación de las musarañas, presté atención y me interesé. Nos dio un par de semanas y libertad para elegir el tema. No me hizo falta mucho más de un minuto y medio: decidí hacer mi presentación sobre Pearl Jam. Eran años primitivos en los que no existía la red de redes, ni la wikipedia, ni el buscador de google o amazon.com. No sé cómo lo hice, pero lo hice. No creo que encontrara nada en la biblioteca pública, pero sí que encontré información en algún sitio; y descubrí cosas como que a Eddie Vedder le gustaba el baloncesto (como a mí, y esas cosas unen), la historia de por qué se llamaban como se llamaban y cómo se llamaron antes, por qué titularon a su primer disco Ten, de qué pie cojeaban cuando andaban comprometidos, y muchas otras curiosidades que pensé que iban a dejar a mis compañeros y compañeras (seguro que esperaba que especialmente a una, la que fuera) patidifusos y ojopláticos.
   No recuerdo si fue así, pero apostaría a que no. Lo que sí recuerdo es que me excedí del tiempo porque le pedí a la profesora que me prestara su radiocasete, el mismo con el que nos acribillaba a listenings, y me dejara poner, al menos, un par de minutos de una canción. Me dejó. La puse: Elderly Woman behind the Counter in a Small Town. Terminó. Por invitación de la vanguardista profesora: tímidos aplausos. Cuando volvía a mi sitio y pasaba a la altura del pupitre de digamos que G, repetidor y hombre ya, sarcástico y de pocas palabras además, me susurró, pero bien claro para que lo oyera todo el mundo: "vaya peñazo de canción, tío."
   ¿Por qué elegí a Pearl Jam?
   No lo sé.
   No sé cómo llegué a Pearl Jam, sigue siendo un misterio. Un misterio, precisamente, le pareció a mi abuela lo que sucedió cuando, en aquel cumpleaños lluvioso, desesperada porque no se le ocurría qué regalarme, se dejó de zarandajas y me preguntó, directamente, qué quería. Y yo le dije que una cinta de música. Así que nos fuimos los dos a una tienda de discos (ya no existe), con sus dos pisos y todo, que, en mi ciudad, todo el mundo recordará: cuesta arriba o cuesta abajo, según cómo lo mires, a medio camino entre la plaza del pueblo y la zona de bares. Allí nos metimos los dos y recuerdo ir repasando la vitrina con todas las cintas de cromo y sus minúsculas portadas multicolores mientras mi abuela observaba eso y todo lo demás: la vitrina, la moqueta, el techo, los dependientes, a su propio nieto; como si aquello fuera un planeta alenígena y a ella la hubieran teletransportado o abducido por sorpresa. Elegí el Vitalogy. Ella intentó tímidamente que recapacitara, pero tenía tantas ganas de salir de allí que no opuso resistencia. Cuando ya estábamos fuera, empezó a decir que no con la cabeza, pero no pronunció una sola palabra. Llovía, yo sonreía, y no se podía pedir más.
   No pedí nada cuando una antigua novia (a la que, por cierto, no voy a culpar de ello, porque la culpa es solo mía, pero durante nuestra relación apunto estuve de suicidarme musicalmente) me regaló uno de los bootlegs en directo que publicó el grupo de Seattle allá por el cambio de siglo. Eso y una edición de lujo de un clásico de la literatura fantástica es lo poco de valor, aunque suene duro y hasta soberbio decirlo, que guardo de aquella época.
   Unos años antes, me compré el Yield en una tienda de discos y, al salir y abrirlo (porque entonces, quitarle el precinto a los discos era como levantarle el plástico a la pantalla de un iphone nuevo hoy en día, supongo) se me cayó al suelo y se quedó colgando entre los hierros de una alcantarilla. Me tiré tan de cabeza que, a poco más, y lo que queda allí entallado soy yo. Pero lo recuperé. Y el Yield me acompañó en mis primeras experiencias laborales. Yo que formaba parte de la generación de la mochila repleta de currículos fotocopiados y paseos mañaneros para repartirlos, conseguía, de vez en cuando, algún trabajo mal pagado como profesor de inglés en academias de esas que existían porque alguien alquilaba una lonja llena de humedades en la trasera de algún bloque de apartamentos y, siempre que llegaba el momento de explicar el verbo wish, aprovechaba para poner en práctica mis técnicas pedagógicas state-of-the-art: sacaba el Yield de la bandolera y nos poníamos a escuchar la quinta canción, "Wishlist". Tres minutos y veintiséis segundos que escuchábamos cuatro veces. Primero a pelo, con la letra repleta de huecos que tendrían que rellenar más tarde del revés sobre la mesa, después con la fotocopia delante, una segunda oportunidad, y, por último, escuchábamos la misma canción por cuarta vez para corregirla y disfrutarla completa. Así tantas veces, tantos años más tarde, que si ahora me diera por frotar una lámpara mágica y me saliera un mago que me concediera tres deseos, sin poder evitarlo, por inercia, le respondería: "I wish I was a neutron bomb, for once I could go off." Espero que, si ocurre, el mago pille la ironía, porque como me lo conceda, ya no harán falta los otros dos deseos.
   Desde que ocurrieron todos esos acontecimientos que ahora son meros recuerdos, han pasado muchos años, y varios de ellos los he vivido sin acordarme de Pearl Jam. De todas formas, con todo ese bagaje, la banda y sus canciones, no podía ser de otra manera, se han quedado impregnadas donde quiera que pueda impregnarse la música cuando permanece con uno, pase el tiempo que pase y le pongas los cuernos con la música que sea. Y va a permanecer ahí por el resto de mis días. 
   Supongo que a todos nos sucede eso, lo queramos o no. Todo es cuestión, un poco, de suerte, o de mala suerte, da igual. Es una coincidencia fascinante, casi, como decía el hijo de aquel cantante, religiosa. Escuchas una canción, descubres una banda, conoces a alguien, visitas un lugar, lees un libro, lo que sea, pero sucede justo en el instante de tu vida en el que se alinean los astros o ese descubrimiento encaja perfectamente con el momento que define tu aturdida existencia. No sé por qué fue Pearl Jam, pero fueron ellos. Canciones como Once, Given to Flow o Rearviewmirror se convirtieron en la banda sonora de unos años en los que todo, lo que sucedía y la música que lo acompañaba, todo era de lo más trascendente e iniciático. No me ocurrió a mí solo, le ocurrió a cientos, miles de inocentes jóvenes en los años noventa, cuando la banda se convirtió, en ocasiones para su propio disgusto, en uno de los grupos que más discos vendía en el mundo entero. Betterman o Elderly Woman fueron, quizás, los primeros intentos de descubrir que bajo aquellos murmullos inconexos en un idioma extranjero, existían historias que merecía la pena descifrar como fuera: jugar a desentrañar metáforas aunque tuviera tan poco éxito como mi abuela intentando entender el misterio de su nieto. Empezó con Pearl Jam y no sé por qué; lo único que sé es que después se convirtió en una costumbre que no he abandonado hasta hoy.
   Cuando en 2006, Jeff Ament, Mike McCready, Matt Cameron, Stone Gossard, Boom Gaspar y, por supuesto, Eddie Vedder se presentaron en el escenario principal del Azkena Rock Festival, yo ya llegaba tarde, pero, por razones que no viene a cuento repetir ni explicar por primera vez, acabó por convertirse, de hecho, en el momento oportuno. El mismo día en el que My Morning Jacket prometieron y Wolfmother nos dejaron con la boca abierta, Pearl Jam subió al escenario con tres lustros de experiencia, su bagaje con Epic Records cerrado, y una reputación que les permitiría sentarse en un cómodo sofá en medio del escenario y rascarse las partes nobles mientras veían pasar el tiempo asignado para su concierto. 
   No hicieron eso, que es algo que han hecho muchos otros. En lugar de ello, abrieron con el Go, siguieron con Last Exit y Corduroy, se curraron el World Wide Suicide, Do the Evolution, Even Flow y Why Go antes del primer encore y cerraron con Spin the Black Circle. Por supuesto, tocaron Daughter con el apelmazado epílogo y el público cantando hey ho let's go y me regalaron el Elderly Woman antes de volver versioneando a los Ramones porque creen en los milagros y el milagro fue que aún quedaba por escuchar Black, Given to Fly, Alive, un Betterman que, por razones personales, casi me hace llorar, el homenaje a Neil Young, y terminar con un Yellow Ledbetter en el que, yo no puedo evitarlo, los primeros acordes a la guitarra de Mike McCready son como una sobredosis de la nostalgia más pura que puedes encontrar en el  mercado.
   Estuve allí hace ya ocho años, casi. Llevaba muchos sin prestarles atención. Sin embargo, fue como si un viejo amigo de la infancia regresara un día por sorpresa, llamara a la puerta, y no solo te trajera recuerdos de vuelta, si no que llega dispuesto a cerrar alguna vieja herida que se quedó abierta parecía que para siempre. Recuerdo conducir de regreso a casa y atravesar la oscuridad con aquella lucidez extrema que te deja un buen concierto más que con la luz de los faros. Todavía hoy recuerdo ese concierto de memoria. De qué lado pegaba la brisa, qué colores veteaban el cielo. Aún puedo sentir cómo me miraba ella y era capaz de adivinar qué veía yo; aunque parezca exagerado, es lo más cercano a la felicidad que puede vivir una pareja.
   Eso sí, volví a abandonarles, claro. Como decía, han pasado ocho años desde entonces y le he prestado más atención a los discos con ukelele de Eddie Vedder o a su impresionante colaboración con Sean Penn que a la discografía de la banda que lidera. Pero eso no cambia nada.
   ¿Cómo va a cambiar algo si he sido capaz de escribir una entrada sobre ellos para acabar hablando de mi cuadrilla, de mi abuela, de una antigua novia, de mi compañera de aventuras, de mí mismo y de mi organismo? Si eres capaz de unir la música que hacen unos norteamericanos que no saben quién eres ni falta que les hace con recuerdos tan personales e íntimos como esos, cómo vas a desvincularte de esas canciones. Aunque sus discos hayan quedado enterrados en el fondo de tu discoteca, aunque hayas pasado por alto su discografía más reciente, aunque les hayan arrebatado los puestos de honor en tus preferencias bandas que aún no podían comprar alcohol cuando ellos ya grababan discos, o, lo que es peor, otros músicos que incluso componían antes de que Vedder supiera gatear, ¿cómo van a desaparecer del todo si eso significaría amputar parte de tu vida vivida y, por lo tanto, de la que te queda por vivir? 
   No sé cómo llegué a Pearl Jam, pero sé que jamás me iré de allí. No puedo. 
   Y todo esto no debería haber sido más que una introducción, mucho más breve, para contar después que esta última semana, por respeto y educación, me dediqué a escuchar los siguientes discos: Binaural (2000), Riot Act (2002), Pearl Jam (2006) y, sobre todo, Backspacer (2009) y Lightning Bolt (2013).  Quería ser justo con una banda a la que debía parte de mi educación musical, que es, por lo tanto, un porcentaje muy alto de mi educación sentimental y cultural, y a la que había despreciado y ninguneado en los años más recientes. Binaural, Riot Act y Pearl Jam los había escuchado y les había dedicado cierto tiempo, pero no el suficiente. A Backspacer ni lo conocía ni me lo habían presentado. Lightning Bolt se asomó por casa hace un par de semanas y fue el culpable de que me despertara la curiosidad por lo que había ocurrido antes. Lo que ocurre ahora es que la introducción me ha quedado tan larga y tan intensa que no interesa que ahora siga prolongándola con mi opinión sobre esa producción musical contemporánea. Si pudiera resumirlo en una sola frase diría que Pearl Jam no ha vuelto a alcanzar el nivel que tuvo en los noventa pero ninguno de sus discos del siglo XXI mancilla la carrera de una banda que ha permanecido fiel a un estilo sin sonar recurrente y uniforme, lo suficientemente fresca y responsable como para demostrar que todos sus discos aportan y suman y no son gratuitos ni víctimas de la rutina. 
   Tenía pensado decir más e intentar hacerlo mejor; escribir, por una vez, con sensatez y hondura, pero me ha dejado fundido un repaso demasiado afectado y subjetivo. Más de lo mismo, qué quieres que le haga, no tengo remedio, donde no hay no se puede sacar, y bla bla bla... Pearl Jam. No sé cómo llegué hasta aquí, pero lo hice, y vaya dónde vaya, vengo de allí, así que ya sabes cómo y por qué. Para qué, da un poco igual. 
   Es el misterio de la música. De la vida misma: esta extraña partitura que nos empeñamos en leer como si, en realidad, fuera el mapa de un tesoro.

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