El autobús rojo



En cuanto el autobús ha enfilado la autopista y se han encendido las luces del pasillo, he cerrado los ojos y me he puesto a escuchar música. Ella ya lo había hecho en cuanto arrancó.
He elegido a La Habitación Roja. Porque sí.
Fue grupo de cabecera cuando aún quedaba algo de adolescencia y el pelo no se había caído del todo. En un año, les vimos tres o cuatro veces. Incluso, en un festival veraniego donde se reúnen todos los modelos de hacheyeme para lucir en vivo y en directo el colorido catálogo de la empresa, mi amigo y yo hicimos el ridículo vistiéndonos los dos igual. Zapatillas baratas de color rojo con calcetines blancos cortos, pantalón de excursión al coronel Tapioca, y la misma camiseta del grupo, mucho más ceñida la mía. Ella nos sacó una foto. Quizás para que no lo olvidemos y no volvamos a hacerlo.
Me temo que los valencianos fueron perdiendo ascedente en nuestros gustos, aunque eso a ellos se la traiga al pairo. Yo cogí su trabajo con Steve Albini con muchas ganas, pero las ganas se me fueron pronto. Mi amigo y compañero de camiseta sigue buscándolos en la oferta musical.  Ella colgó aquella foto en una pared de casa, aunque creo que las razones iban más allá de lo meramente musical.
Cada disco nuevo que sacan, sin embargo, es una cita obligada. Yo, por lo menos, voy de canción en canción buscando que alguna alcance el nivel de atracción instantánea que ya consiguieron antes con otras, otras canciones que no me atrevo a decir que se convirtieron en himnos de una generación porque sería mentira, pero apunto. Disco a disco, desde aquel verano haciendo el subnormal en la costa de Levante, iba de canción a canción, sin encontrar lo que he dicho que buscaba. La culpa: probablemente mía. El resultado: igual de insatisfactorio.
Hasta hoy.
La autopista vacía, los usuarios plácidamente dormidos. Todos camino de algún sitio y los valencianos cantando que “solo nos queda correr, saltar, sin red” en “El Resplandor”. Y yo metido en una caja de latón con ruedas mientras sonrío a las tinieblas de la medianoche y me imagino que mis dientes resplandecen para dibujar una media sonrisa satisfecha. Ésta sí, al cajón. A ese cajón donde cabe de todo y nada perece. Justo al lado de la “Edad de Oro”, justo un paso detrás de los Pixies y de los Manic Street Preachers.
Casi sin oportunidad de evitarlo, me doy cuenta de que el autobús se ha desviado, ha cogido una salida y nos lleva a todos a “Siberia”. Queramos o no, nos vamos todos de cabeza a una estepa fría donde aún sacan buenos discos de música épica los grupos de pop británicos. La batería de “Ayer” me recuerda a un concierto de Xoel López en Miranda de Ebro. “Annapurna” sube muy alto, más de ocho mil metros de ascenso. “Indestructibles” recuerda a lo mismo, más británicos que americanos. Aparece el piano y siguen los estribillos de tú y yo. “La razón universal,” con guitarras en plan The Von Bondies o Jet por decir dos efervescentes de los que me acuerde antes de que se me olviden, que se apagan pronto, vuelven y la batería a piñón fijo. En “Ahora quiero que te vayas”, la batería empieza igual, descansa, las guitarras son menos urgentes, el bajo coge prestancia, y la voz regresa a donde empezó. “El Cielo Protector” suena a portada del nme. “Malasombra” es un giro inesperado, hemos dejado el autobús y hemos cogido un barco para cruzar el océano.
Y todo el mundo sigue dormido aquí dentro y el autobús sigue hacia adelante y yo he terminado el disco. “Fue eléctrico”. Lo fue. Y ahora lo vuelve a ser. No sé qué dirán las críticas, pero a mí me parece que este disco es un regreso acertado al comienzo del éxito. Parece un disco de La Habitación Roja versioneando a La Habitación Roja y los riesgos que se corrían se cumplen en breves ocasiones, pero, en general, el producto se iguala, incluso se mejora. Lo único que quedará siempre son las canciones y aquí hay canciones de sobra.
Cierro los ojos. También cierro la puerta de la habitación. Roja. Lo dejamos para otro día, también los chistes malos. Elijo a Guided by Voices. Porque sí. Y vuelta a empezar. Me dejo guiar.
Ella duerme en el asiento de al lado. Ya queda menos para llegar. Recuerdo la foto, y sonrío. Prometo que no vuelvo a embutirme en ningún uniforme de fan fantásticamente ridículo. Pero ella no se entera. (Un día más tarde me enteraré de que, en aquel preciso momento, con los ojos cerrados, ella también escuchaba el mismo disco y con idéntico resultado), pero, mientras tanto, Robert Pollard juega a hacer música y yo me olvido de mis promesas.


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